Sergio Ramírez
Según ha proclamado el Papa Benedicto XVI, el infierno es real. Sus llamas eternas queman de verdad, y el castigo que uno debe esperar en sus antros pestilentes y caldeados no es metafórico, como hace apenas ocho años lo proclamó el Papa Juan Pablo II, al mandar desmantelar toda la escenografía del infierno, y declararlo un lugar del alma atormentada, y no destino del cuerpo pecador. Terrible corrección de rumbo que nos devuelve otra vez, de cabeza, no sólo a las simas horrorosas del tormento por fuego, sino a las oscuridades de la Edad Media. Es como si otra vez mandaran a abrir Auschwitz y los demás campos de concentración, y todo el GULAG en las estepas siberianas.
La peor de mis pesadillas cuando niño tenía que ver con el infierno y su cohorte de diablos armados de tridentes que buscaban empujarme hacia los insondables abismos de los que surgían indómitas llamaradas, o hacia los calderos de aceite hirviente en los que los supliciados debían purgar sus pecados. Aquellos diablos de pellejo colorado y cachos de buey, que olían a azufre y cuyos ojos de lumbre despedían un fulgor maligno, eran parte real de mis noches, como lo eran mis sudores helados al despertar, temiendo siempre regresar al sueño. Cerraron el infierno, para alivio de tantos, y, triste realidad, no era más que una medida provisional.