Sergio Ramírez
Mi primer día de clases en el Pedagógico de Managua en aquel año de 1953, me ha resultado después muy parecido a la que describe Flaubert en el comienzo de Madame Bovary, cuando se produce la entrada de el nuevo, Charles Bovary, ante el silencio expectante, y distante, de los alumnos. Llegó a presentarme el hermano Eulogio, el prefecto de primaria, al que llamaban Gulliver, y el profesor me dio por compañero de pupitre a un muchacho serio y aplicado, Werner Vásquez, que repetía las lecciones al vuelo al entrar al aula, en prevención de cualquier pregunta que el profesor pudiera hacerle. El profesor se llamaba William Artiles, era bombero voluntario, y llegaba a dar clases, de blanco y corbata negra, en una ruidosa motocicleta que aparcaba en el patio de recreo.
Fui libre en Managua como nunca. Ninguna vigilancia podía evitar que a través de un intrincado sistema de trampas y excusas dejara de asistir al colegio. Gasté horas recorriendo las calles, ávido de la novedad que me ofrecía aquella primera visión completa de la capital, una modesta urbe de ciento cincuenta mil habitantes, tendida entre la loma de Tiscapa y el lago Xolotlán, de pocos edificios que sobresalían entre los tejados de barro de las casas de taquezal, pero que a mis ojos, llegado de la quietud de Masatepe, significaba entrar en una película en tecnicolor, como Judy Garland en el país del mago de Oz.
A pie hasta el lago por la avenida Roosevelt, y de regreso por la avenida Bolívar. Los policías dando la vía bajo los parasoles. El asfalto de las calles que al mediodía se calentaba hasta parecer suave a las pisadas. Los taxis Hillman a los que llamaban gatos y los taxis Vauxhall a los que llamaban perros. Las cuadrillas rompiendo las aceras para meter los cables de los teléfonos automáticos. Las funciones de matinée del Teatro González a temperatura polar, sin moverme del asiento de felpa aunque el suelo se estremeciera con un temblor.