Sergio Ramírez
A Nelson Mandela no le vienen bien las estatuas. Ahora que se cumplen veinte años de la fecha en que el gobierno de Frederik de Klerk decidió poner fin a su cautiverio de 27 años, ya en la agonía del régimen del apartheid, han instalado una de tamaño enorme, realizada en bronce, en las afueras de la prisión de Drakenstein, cercana a Ciudad del Cabo; allí cumplió la última etapa de su condena tras ser trasladado desde el penal de Robben Island donde picaba piedras como el prisionero número 46664, habitante de una pequeña celda que se ha hecho tan famosa como él.
La estatua recuerda el momento en que salió de la prisión, con el puño en alto, el 11 de febrero de 1990, caminando hacia la libertad que era a la vez la libertad de todo un pueblo oprimido bajo uno de los sistemas más oprobiosos del siglo veinte. El apartheid establecía con todo detalle y lógica jurídica en las leyes el sometimiento de los negros, que eran la inmensa mayoría, bajo el dominio de la minoría de los blancos que habían ejercido su señorío sobre Sudáfrica a lo largo de trescientos años.
Demasiado grande Mandela para una estatua, cualquier que sea su tamaño, una grandeza que nace de su humildad que no se deja inmovilizar bajo ninguna pátina dorada.