Sergio Ramírez
Hay una vieja frontera que los entusiasmos despertados por la imagen de una Europa unida, sin importar la diversidad de lenguas y las distancias culturales, parecían haber borrado. La frontera de los Pirineos. En la medida en que la crisis de los países del sur, Portugal, España, y aún Italia y sobre todo Grecia, parece no hallar solución, y los países del norte cargan de penurias y agobios a sus distantes vecinos del otro lado de las montañas para que paguen su rescate, los ánimos se revuelven de ambos lados, las culpas mutuas son echadas en cara, y la muralla vuelve a alzarse, impasible. Otra vez, al norte de los Pirineos la civilización que representa el riguroso orden financiero, sudor y ahorro, y al sur, la pintoresca barbarie del que gasta lo que no tiene y se endeuda irresponsablemente, según las admoniciones perentorias de la señora Merkel desde su púlpito luterano.
Los Pirineos son un símbolo elaborado a través de los siglos. Bien podríamos decir también los Alpes, o Los Apeninos. Estamos hablando de una barrera cultural encarnada en toda su majestad por una cadena de altas montañas nevadas, con pasos difíciles de sortear. Europa terminaba de aquel lado de esas montañas, y al otro empezaban, en el imaginario cultural, las ardientes arenas de África, hasta donde alcanzaba la vista. Lo que el ojo de George Sand encuentra en Mallorca cuando llega en compañía de Chopin en 1838, es la ignorante vida primitiva que no puede dejar de despreciar, superstición, pésima higiene, y malos hábitos.