Lluís Bassets
De Obama a Obama no hay transición. Puede haber cambios: se rumorea que Hillary Clinton quiere dejar la secretaría de Estado, y habrá otros cambios en el gabinete e incluso en la orientación de algunos departamentos. Pero no hay transición, que solo se da cuando cambia el presidente, incluso aunque sean del mismo partido. Transición hubo de Clinton a Bush. Y de Bush a Obama. Y fueron todas transiciones complicadas: dentro y más todavía fuera, en el vasto e incontrolado mundo.
Una transición presidencial es por definición un momento de debilidad que los adversarios y a veces los amigos y aliados aprovecharán para sacar ventaja. No es un fenómeno americano, sucede en todas partes. Entre Carter y Reagan hubo la crisis de los rehenes americanos en el Teherán de los ayatolás. Entre Clinton y Bush empezó la segunda Intifada y el naufragio del proceso de paz, exactamente lo contrario de lo que pretendía el presidente con los últimos esfuerzos para un acuerdo. Entre Bush y Obama hubo la guerra de Gaza, que terminó en la víspera mismo de la toma de posesión presidencial o Inauguration. Y entre Obama y Romney, de haberse producido una transición, se hubiera abierto de par en par la ventana de oportunidad para el ataque isarelí a Irán.
La reelección de Obama ha sido una derrota de Benjamin Netanyahu, el primer ministro israelí que hizo campaña abiertamente en favor de Romney y que viene levantando la bandera del ataque a Irán con la explicación de que si no se hace ahora ya será demasiado tarde. La bomba iraní es una 'amenaza existencial' para Israel, según su primer ministro, y un detonante muy peligroso de la proliferación nuclear en la zona para la comunidad internacional, con EE UU a la cabeza.
Hay coincidencia de intereses, pero divergencia de estrategias: a los halcones israelíes les viene muy bien un ataque en el que se reafirme la autoridad militar de Israel en una zona en plena efervescencia; pero a los gobiernos occidentales, empezando por Washington, temen los efectos descontrolados y desestabilizadores de una iniciativa de este tipo, que podría desembocar en una guerra de Irak II.
EE UU puede llegar a estar dispuesto a emprender de nuevo el camino bélico, por su propia naturaleza de superpotencia militar, pero seguro habrá resistencia del resto de sus aliados occidentales. La reelección de Obama, en todo caso, ha aplazado esta dinámica bélica para después de las elecciones israelíes, que se celebrarán a finales de enero de 2013.
La venganza es un plato que se sirve frío, hay que recordar a propósito de las relaciones de Bibi con Obama: el israelí le he hecho todo tipo de jugadas en estos cuatro años en que han coincidido en el poder, a pesar de que el presidente estadounidense ha seguido apoyando a fondo a Israel e incluso a su Gobierno, hasta el punto de tener que tragarse sus exigencias de congelación de los asentamientos en Cisjordania.
Con Obama haciendo las maletas y Romney preparando su presidencia, la tentación del ataque a Irán hubiera sido demasiado grande para Netanyahu como para sustraerse a ella. De un manotazo hubiera abierto una dinámica distinta, a la que el nuevo presidente debería adaptarse sobre la marcha. Ahora, en cambio, Bibi tendrá que entrar otra vez en un difícil forcejeo con Washington, con el temor de que en cualquier momento se abata sobre él la represalia del presidente reelecto.
Aliado electoralmente en una misma coalición con la extrema derecha xenófoba de Avigdor Lieberman, el actual primer ministro israelí prepara la superación de sí mismo con un gobierno todavía más de extrema derecha en el momento en que en la superpotencia amiga y protectora se consolida un gobierno claramente situado a la izquierda.