Sergio Ramírez
El miércoles 27 de octubre las calles de Buenos Aires amanecieron desiertas de tráfico y de gente, con todos los negocios cerrados, hasta los restaurantes, de modo que buscar donde comer se volvía una pequeña odisea para los visitantes que como yo habían desembarcado recién la noche anterior. Parecía un viernes santo en plena primavera austral, bajo el asueto causado por el censo nacional que tocaba ese día, y que obligaba a todo el mundo a quedarse en casa en espera de los encuestadores; pero yo tenía entrevistas de prensa en el hotel esa mañana, y fue una periodista la que me dio la noticia de que el ex presidente Néstor Kirchner había muerto súbitamente en su residencia de El Calafate, muy al sur del país, y entonces, el aire de extrañeza y ausencia que pesaba sobre la ciudad, pareció redoblarse.
Una sensación de ausencia y extrañeza, pero también de desasosiego e inquietud por el futuro, según fui calando en las opiniones a partir de entonces. No se trataba de la muerte imprevista de un ex presidente jubilado, de quien solamente toca contar su historia en tiempo pretérito, ya sin consecuencias, sino de alguien que al término de su período había entregado la banda presidencial, y el bastón de mando, a su propia esposa, la presidenta Cristina Fernández de Kirchner; nunca había dejado de manejar los más delicados hilos del poder, un poder matrimonial compartido, y ya se preparaba para presentarse de nuevo como candidato presidencial del peronismo en las elecciones del año 2012. Un bastón de mando que, de acuerdo a sus intenciones y ardides, porque nadie niega que fuera sabio en ardides, estaría pasando siempre del esposo a la esposa, y viceversa, hasta que llegó la muerte, tan callando, a arrebatarle su sueño de eternidad en el mando.