
Sergio Ramírez
El Congreso Nacional de Guatemala ha pasado una resolución legislativa que da vía libre a la aplicación de la pena de muerte, que se hallaba congelada desde hacía tiempo. Sólo hay dos países en América Latina donde la pena de muerte se haya vigente, Guatemala y Cuba, hasta donde entiendo.
Guatemala tiene uno de los índices de criminalidad más altos del continente, y que parece no amainar. Sólo las muertes violentas de mujeres, víctimas de las pandillas de los maras, de ejecuciones extrajudiciales, y de la violencia familiar, suman varios centenares al año, más que en Ciudad Juárez, en México. Y asesinatos entre pandillas rivales y narcotraficantes, y, sobre todo ahora, de choferes y ayudantes de autobuses de las rutas urbanas, víctimas de las redes mafiosas que cobran impuestos de protección a los medios del transporte público, como en los días de gloria mafiosa de Chicago.
Y detrás de eso, toda una negra tradición de exterminio de aldeas indígenas enteras durante los años de la represión militar, cementerios clandestinos, asesinato de líderes políticos y sindicales, sacerdotes y aún obispos, profesores y estudiantes universitarios. El recién electo presidente, el socialdemócrata Álvaro Colom, es sobrino de uno de esos asesinados prominentes, el doctor Manuel Colom, un dirigente de gran arrastre popular, ametrallado en las calles de la ciudad de Guatemala, de la que había sido alcalde.