Sergio Ramírez
El temor ante la expansión del virus de la gripe porcina, que las autoridades sanitarias mundiales han rebautizado bajo el complicado nombre de virus H1N1, despierta en la humanidad mecanismos recurrentes que tienen que ver con el temor ante el contagio, y por tanto, ante la muerte. La peste, con sus dedos negros pestilentes, capaz de alcanzar a cualquiera. Peste bubónica o peste negra, cólera morbus, la influenza misma que en 1918 mató a millones de personas, más que las que murieron en la Primera Guerra Mundial.
El primero de estos mecanismos de defensa es el rechazo visceral a los contagiados, o a los sospechosos de contagio, como ha ocurrido con el aislamiento sanitario de ciudadanos mexicanos en Hong Kong, repatriados luego por su gobierno, y con la suspensión de los vuelos desde algunos países hacia los aeropuertos mexicanos. Medidas administrativas de prevención, detrás de las que se esconde el miedo que una vez activado, conduce a exageraciones y desmanes.
En Acapulco, en el propio territorio mexicano, los vehículos de los turistas nacionales llegados desde el Distrito Federal, donde se han localizado los brotes originales del virus, han sido apedreados por los residentes locales, y se han repetido los casos en que los empleados de las gasolineras se niegan a llenar sus tanques. Son los apestados, los que traen la muerte consigo. Nada distinto a la edad media.