
Sergio Ramírez
Amanece a un lado en el Atlántico norte, una suave franja rosa muy lejos a un costado del avión y en el otro la negra noche oscura mientras se abre frente a mí la pequeña pantalla de cuarzo en el espaldar del asiento delantero como una ventana a la claridad difusa de la eternidad, Muhamed Alí versus Joe Frazier, pelea de revancha pactada a 15 rounds, 1 de octubre de 1975. Alí, pantaloneta blanca; Frazier, pantaloneta azul; los guantes que ambos chocan ahora galantemente al centro del cuadrilátero son rojos, suena en mis audífonos la campana y el referee se aparta, fantasmas de hace un cuarto de siglo que empiezan a medirse, salta Alí, petulante, y mientras siga saltando fintando, martillando, buscando con los puños el punto débil en la defensa cerrada de Frazier, la eternidad no está en riesgo.
Un ballet fatal, abrazos desesperados, Frazier contra las cuerdas, suena la campana de nuevo, grita Alí, su gran bocaza abierta, un fanfarrón insoportable, metódico sin embargo en su martilleo, constante en golpear y golpear hasta que la fortaleza se derrumbe, un fanfarrón insoportable pero nunca más habrá otro como él.