Sergio Ramírez
Poco tiempo antes de la muerte de Jorge Luis Borges se puso muy de moda un poema supuestamente suyo, tanto que aparecía hasta en las revistas del corazón. En ese poema, el falso Borges decía, entre una lista de cosas que le gustaría hacer si volviera a nacer, que comería más helados —no recuerdo si de fresa o de chocolate— y que andaría descalzo sobre la hierba húmeda, o que metería los pies en la corriente de algún arroyo. A su avanzada edad, Borges parecía despedirse de la vida con un acto de contrición, como si la hubiera desperdiciado en nimiedades.
Se trataba a ojos vista de un Borges sospechoso. Desde las alturas de su espléndido rigor verbal, bajaba en aquel poema al terreno del lugar común y lo prosaico, que se emparentan tantas veces con el favor popular, como le sucede a los políticos cuando deciden irse por el curso de la retórica sensiblera, y suelen entonces ser efectivos en desconcertar las mentes, a imitación de los escritores de poca monta.
El poema nunca fue escrito por Borges, según todavía se empeña en demostrarlo su viuda María Kodama, y era más bien parte de la cosecha de una escritora norteamericana, traducido al español para alguna revista argentina, de donde, por uno de esos encadenamientos de casualidades, pasó a ser atribuido a este autor nuestro, fundamental en las letras universales.