Sergio Ramírez
Howard Hughes, el personaje de la película El aviador de Martín Scorsese, llegó a Nicaragua en 1972, ya lejos de los esplendores de su gloria de magnate de la aviación, del cine, y de los negocios, un gran “tycoon”, como se dice en inglés. Perseguido por asuntos de impuestos en los Estados Unidos, huyó de Las Bahamas para recalar en Managua gracias a los favores de un antiguo empleado suyo en los casinos de Las Vegas, el embajador Tuner B. Shelton, que pertenecía a la intimidad del dictador Anastasio Somoza.
Para entonces, cuando el jet privado que lo trajo a Managua aterrizó en el aeropuerto Las Mercedes, era un anciano maniático, sino loco, su cerebro carcomido por la sífilis. Entre sus más visibles excentricidades estaba el no recortarse las uñas, que le crecían como garfios, ni cortarse el pelo ni la barba, de manera que, por su aspecto, imaginen a un náufrago de años en un isla desierta. Durante su segundo viaje, porque hizo dos, el primero breve, y el segundo para quedarse por varios meses, se entrevistó con Somoza a bordo de su propio avión. Luego fue a refugiarse en el séptimo piso de la pirámide del Hotel Intercontinental, para entonces del país.
Y aquí comienza la película.