Javier Rioyo
Hace muchos años conozco Tánger. En realidad la conocía antes de haberla visitado. La había leído, mitificado y visto en el cine, fotografías, textos, pinturas y otras maneras de reinventar ciudades. No tenía ya mucho que ver con la ciudad abierta, permisiva, “pecadora”, mundana, cosmopolita y otras muchas cualidades que acompañan al mito de esta ciudad que vive entre dos mares, entre dos continentes, entre dos mundos.
Fue una ciudad idealizada porque era abierta, no tenía un poder rígido, era permisiva en sus costumbres, buena para el refugio y el ocultamiento. Ciudad ideal para los buscadores de sexo. De toda clase de sexo, aunque se destacó como uno de los paraísos del mundo gay. Aunque muchos buscaron otros tipos de encuentros sexuales, el que allí hubieran vivido y disfrutado los Bowles, Truman Capote, Ginsberg y toda una tribu de excéntricos escritores, fotógrafos, diseñadores, músicos y ricos de toda condición, crearon la leyenda.
Tánger es mucho más. Los que no hemos ido buscando esa clase de encuentros lo sabemos. Es lo que fue y todo lo que se traiciona a sí mismo. No guarda fidelidades, se transforma, decae, renace, crece, se islamiza, se reinventa, se mantiene y es infiel como una vieja dama indigna. He conocido el Tánger narrado, el añorado, el nostálgico de los que vivieron su edad dorada, pero no me defrauda este otro que sabe mezclar lo hortera, la decadencia, lo medieval y lo indefinido de su actualidad. Unos días tangerinos, tan cerca de Ceuta, tan al margen de los conflictos de identidad, de banderitas, de monarcas de una y otra orilla. El mundo, la política, la patria y las exaltaciones de ese estilo se quedan para ciudades menos impuras. Tánger, no sé por cuánto tiempo, mantiene una excelente impureza.
Ya no es aquella ciudad que dio el argumento para una película que se llamó Casablanca, pero sabe mantener su impureza. Y esa belleza autóctona que supieron captar, pintar Matisse, Delacroix o el gran Antonio Fuentes. Ciudad de pintores, de esos o de otros tan vivos como Pepe Hernández. De modernos tan clásicos como Emilio Sanz de Soto. De escritores tan apreciados como Ramón Buenaventura. Y de gentes tan abiertas como sus vientos. No quedan muchas ciudades así. No durarán mucho tiempo. Las están vendiendo. Hay que darse prisa. Incluso es posible que ya sea tarde. Aunque si se sabe mirar, algo queda. Que no es poco.