Sergio Ramírez
Cuando descendí del autobús en la plaza de León un mediodía ardiente del mes de abril de 1959 para matricularme en la Escuela de Derecho, iba de la mano de mi padre, tendero y único de una familia de músicos que no había aprendido a tocar ningún instrumento. Toda la vida había querido que yo fuera abogado, como suele ocurrir con los hijos de tenderos que tampoco quiere ver a sus hijos convertidos en músicos, y así en pobres de solemnidad.
Era la Nicaragua de los Somoza. Yo había nacido bajo la estrella reinante del viejo Somoza, fundador de la dinastía, y cuando me tocó irme a León, era el turno de su hijo Luis Somoza Debayle. Veinte años después, cuando sobrevino la revolución, participaría en la empresa de derrocar al último de la dinastía, Anastasio Somoza Debayle.
Mi familia de músicos era fiel al partido liberal desde los tiempos de la revolución de Zelaya, y esa lealtad la heredó a la familia Somoza, que reinaba en nombre del mismo partido liberal. Pero cuando me vi sólo en León, el paisaje empezó a cambiar a una velocidad de vértigo y muy pronto estaba en las calles protestando en ruidosas manifestaciones que eran estrechamente vigiladas por pelotones de la Guardia Nacional. Y la tarde del 23 de julio, una de esas manifestaciones fue atacada a mansalva, primero con bombas lacrimógenas y luego con fuego nutrido de fusiles y ametralladoras.
Al sonar los disparos corrí en medio del tumulto, aturdido por los gases de las granadas, y entré de cabeza por la puerta de servicio de un modesto restaurante que se llamaba El Rodeo. La atmósfera en que me movía seguía siendo irreal cuando en lugar de huir por la tapia del restaurante para saltar al patio de la casa vecina, subí con pasos de sonámbulo al segundo piso, donde vivían los dueños, y en el pequeño aposento que daba a la calle encontré a dos niñas de bucles dorados que temblaban de miedo abrazadas a una empleada, las tres en una cama. Entonces, como quien se asoma a un abismo atraído por el vértigo, me asomé al balcón.
Los cuerpos estaban regados a lo largo del pavimento como muñecos con la cuerda rota mientras los soldados, impasibles, conservaban sus posiciones de tiro en tres filas, los de atrás de pie, los de en medio con una rodilla en tierra, y los de adelante tendidos en el suelo, los fusiles todavía humeantes, mientras Fernando Gordillo, uno de mis compañeros que de todos modos murió a los pocos años de miastenia gravis, avanzaba hacia ellos a pecho descubierto, envuelto en la bandera de Nicaragua que había encabezado el desfile. Lo recuerdo como si fuera más bien la escena de una película que ahora me cuesta creer.