
Sergio Ramírez
Los dictadores, presidentes perpetuos y hombres fuertes de los países más pobres del mundo, tienen por lujo preferido los aviones privados. Sobre los edificios decrépitos de las capitales desprovistas de todo, rodeadas por las villas miserias que se adentran en la selva o en el desierto, vuelan majestuosas las naves gigantes compradas de fábrica, que aterrizan o despegan llevando a los sátrapas y a sus séquitos íntimos y a sus familias, tíos, hermanos, suegras, primos lejanos, para que prueban un poquito de los lujos gratis de que disponen.
El Sha de Irán tenía una flota familiar de esos aviones equipados como hoteles de seis estrellas, y su hermana utilizaba un Boeing 737 con las manijas de los lavabos de oro puro; cuadros de Degas y Picasso lucían en los paneles, y sus pisos los cubrían alfombras persas hechas a mano, de esas que costaba la vida entera de una persona terminarlas, o la vida de varias generaciones.
Derrocado el Sha, la historia continúa. El dictador de Guinea Ecuatorial, Teodoro Obiang, estrenó en 1995 un Boeing BBJ con camas de agua y luces de cabaret, y el presidente Umaru Yar´Ardua de Nigeria tiene un Boeing 737-700 equipado con salones de recepción, dormitorios, un gimnasio, y un comedor con un chef francés siempre a bordo. La lista se extiende, como se extienden los abismos de la pobreza en los países que gobiernan.