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Londres victoriano

Javier Fernández de Castro

/upload/fotos/blogs_entradas/londres_victoriano_med.jpgJuan Benet

Ed. Herce
 
Quien se vaya para casa con un ejemplar del Londres victoriano, de Juan Benet, creyendo haber comprado una guía turística se va a llevar un chasco. Porque no me atrevo a decir que sea una novela, pero sí un relato concebido y realizado desde una mentalidad profundamente narrativa.
 
Los personajes y los acontecimientos fundamentales ocurridos en Inglaterra entre el 20 de junio de 1837 (coronación de Alejandrina Victoria de Kent como reina de Inglaterra a los dieciocho años de edad) y el 22 de enero de 1901 (fecha de la muerte de la soberana, a los 82 años de edad) reciben un tratamiento más literario que histórico o de descripción urbana. Así Charles Dickens, que en el año de la coronación de Victoria ya estaba publicando en el Monthly Magazine unos Sketches bajo el seudónimo de Boz y que luego se harían universalmente famosos bajo el título de Los papeles póstumos del Club Pickwick. Dickens, lógicamente, recibe un trato especial porque fue el testigo y mejor relator de cómo era el Londres que heredó la joven Victoria, y de cómo fue evolucionando esa ciudad a lo largo de la vida de ambos.
 
Otras veces la narración avanza en forma coral, y ahí está ese espléndido capítulo titulado "Los bajos fondos" y en el que Juan Benet saca lo mejor de su oficio de novelista para contar lo que estaba ocurriendo en la inmensa conurbación que rodeaba, y casi duplicaba en número a los dos millones de habitantes de la capital, e íntegramente formada por los suburbios construidos por los obreros venidos a trabajar en las esplendorosas mansiones y edificios oficiales de El Strand, Belgravia, Westminster, Mayfair o Bloomsbury. Unos barrios cuya magnificencia estaba cimentada en el dolor, la explotación y el embrutecimiento de millones de desheredados, Pero en medio del horror sale de pronto el ingeniero de caminos que era Juan Benet y se demora en la descripción de los navvies, trabajadores de las obras públicas que nacieron con la excavación de canales durante los dos siglos anteriores y que debido a la decadencia de éstos por culpa del ferrocarril se especializaron en el tendido de líneas férreas. Formaban grupos de entre 500 y 1.000 individuos que avanzaban por las campiñas acompañados de una abigarrada muchedumbre de taberneros, buhoneros, lavanderas, prostitutas y jugadores de naipes. Cabe imaginar lo que debía de suponer para una aldea de la campiña inglesa la llegada de semejante turba armada de dinero fresco (salarios) y que algún tiempo después seguía su camino en dirección a la ciudad de destino, donde pasaban a engrosar las filas de los desheredados habitantes de los suburbios.
 
Curiosamente, de todos los magníficos edificios londinenses sólo merecen una minuciosa descripción por parte del autor el monumento en memoria del príncipe Alberto, el llorado esposo de la reina Victoria (una pequeña capilla que todavía hoy se alza en los Kenskignton Gardens) y el Crystal Palace, el asombroso pabellón de 92.000 metros cuadrados de superficie útil construido en acero y cristal por Joseph Paxton para la Exposición Universal de 1851 y que desapareció tras un incendio en 1935.
 
El otro capítulo muy celebrado en su día (quiero decir tras la primera edición del libro, hace ahora casi 20 años) es el dedicado al "Ocio", con las carreras de caballos, los combates de perros contra ratas (sic) o las zonas de esparcimiento en ambas orillas de un río aún no convertido en una cloaca y en el que incluso de podía nadar. Pero el momento mejor es cuando les llega el turno a los pubs, esa institución popular que todavía hoy es uno de los más sólidos cimientos sociales de Inglaterra, y su versión elegante, los gin and beer palaces, de los que todavía pueden visitarse el Red Lion, en Duke of York Street, y el Prince Alfred, en Maida Vale.
 
Si el Londres victoriano se abría con Dickens, se cierra con dos escritores muy distintos, pero que marcan justamente el cambio de mentalidad y de época que mientras tanto ha tenido lugar. Sir Arthur Conan Doyle, todavía hoy glorificado, y Oscar Wilde, todavía hoy denostado. La muerte de éste último, arruinado, proscrito y destruido casi coincidió con la de la propia reina Victoria (el 30 de noviembre de 1900 el primero, el 22 de enero de 1901 la segunda) y su desaparición marcó el inicio del Londres eduardiano.

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Javier Fernández de Castro

Javier Fernández de Castro (Aranda de Duero, Burgos, 1942- Fontrubí, Barcelona, 2020) ejerció entre otros los oficios de corresponsal de prensa (Londres) y profesor universitario (San Sebastián), aunque mayoritariamente su actividad laboral estuvo vinculada al mundo editorial.  En paralelo a sus trabajos para unos y otros, se dedicó asiduamente a la escritura, contando en su haber con una decena de libros, en especial novelas.

Entre sus novelas se podrían destacar Laberinto de fango (1981), La novia del capitán (1986), La guerra de los trofeos (1986), Tiempo de Beleño ( 1995) y La tierra prometida (Premio Ciudad de Barcelona 1999). En el año 2000 publicó El cuento de la mucha muerte, rebautizado como Crónica por el editor, y que es la continuación de La tierra prometida. En 2008 apareció en Editorial  Bruguera,  Tres cuentos de otoño, su primera pero no última incursión en el relato corto. Póstumamente se ha publicado Una casa en el desierto (Alfaguara 2021).

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