Sergio Ramírez
La receta es simple: barro del mismo que se hacen las vasijas y los ladrillos, agua, algo de mantequilla vegetal, y sal a discreción. Las piezas se moldean en forma de obleas, se ponen en sartenes, y se meten al horno hasta que se tuestan. Son las galletas de lodo, que se venden en los mercados de Haití a falta de otros alimentos, cuyos precios se han elevado por las nubes, y que consume la gente miserable hacinada en cuartuchos como los de Cité Soleil, un asentamiento de los más pobres de Puerto Príncipe, que tiene nombre de lujosa villa de vacaciones.
Me entero de las galletas de lodo en un reportaje de Jonathan Katz. Muchos las comen por desayuno, pero para otros, la dieta de lodo se extiende a los tres tiempos de comida del día. Los cambios de clima imprevistos que arruinan las cosechas -tanto sequías como inundaciones-, los precios cada vez más inalcanzables del petróleo y de los agroquímicos, el desempleo crónico, y la constante alza de los precios de los víveres, obligan a crear esta gran ilusión de un sustituto alimenticio que se puede recoger del suelo con palas, y así buscan como engañar el estómago que se reciente al punto de intensos dolores.
Pero aún las ilusiones más engañosas tienen su límite: las galletas de lodo comienzan a subir de precio, y se vuelven prohibitivas para los bolsillos escuálidos. Hasta el lodo se encarece.