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El don de la ubicuidad

Por 25 de febrero de 2015 diciembre 23rd, 2020 Sin comentarios

Sergio Ramírez

Juan Cruz es el personaje más ubicuo de que yo tenga memoria. La mejor historia que he oído acerca de él, es que cuando dos aviones se cruzan en el aire, en uno va Juan Cruz, y en el otro también va Juan Cruz, y los dos se saludan desde lejos. Algo así no hay necesidad de que alguien se haya tomado el trabajo de inventarlo haciendo acopio de ingenio, porque tiene todos los visos de ser cierto.

Crees que está sentado a tu lado en la mesa a la hora del desayuno en el hotel mientras los escritores vienen y van hablando de Michelangelo, en alguno de esos aquelarres internacionales donde parecemos estar todos y no está ninguno, oyes que cuenta una anécdota de las suyas y esperas la carcajada de los contertulios, el final siempre ingenioso, y de pronto lo vez en una mesa lejana conversando con alguien, o entrevistándolo, o está contigo pero a la vez está con el celular al oído hablando con una de sus hermanas en Canarias, o con Soledad Gallegos, la corresponsal de El País en Buenos Aires, o con Iñaki Gabilondo en Madrid, lo cual quiere decir mucho porque siempre trato de imaginar cómo era la vida de Juan antes de los celulares, desde dónde se comunicaba, salía o no salía de su habitación en los hoteles esperando o haciendo una llamada, cuántas veces al día corría hacia alguna cabina telefonica, las monedas en la mano, y debía  aguardar impaciente si la hallaba ocupada.

Qué vida más desolada entonces la de Juan sin celular, obligado a concentrarse en él mismo y ser uno solo y no tantos juanes como ahora, lo que quiere decir que entonces estaba más contigo, no tenía más remedio. Con Pilar no hay falla. Pilar siempre está. Tranquila, suave reposada, segura de sí misma, sabe que a cada minuto debe domar a una fiera inquieta pero sin uñas que es su marido a su costado. Y lo que le ha costado…

Para empezar, a Juan Cruz lo conocí en su despacho de Juan Bravo 38, altos de la librería Crisol, cuando era director general de Alfaguara, año del Señor de 1994, la vez que llegué a presentarle el manuscrito de mi novela Un baile de máscaras, que publicó al año siguiente. Hortensia Campanella, uruguaya exiliada en Madrid cuando la dictadura militar, quien entonces fungía como mi agente literaria oficiosa, había arreglado la cita.

Fue mi bautismo en Alfaguara. Yo venía de la revolución, un término que yo prefería para disfrazar el hecho incontrastable de que en realidad, de donde venía era de la política, enemiga artera de los escritores,  y Juan me dijo entonces, con tino y prevención de editor, que para hacer de mí un escritor con nombre de escritor, era necesario buscar como despojarme de la fama de político, algo en lo que estuve plenamente de acuerdo, y lo primero que le pedí es que en las solapas de mis libros no se pusiera que yo había sido vicepresidente de Nicaragua, porque el primero que no compraría el libro de un vicepresidente sería yo mismo.

La siguiente vez que nos vimos en Juan Bravo fue a finales de octubre de 1997, cuando le llevé los originales de Margarita está lindar la mar, que acababa de terminar después de un mes de trabajo intenso de corrección final en una finca entre Alcudia y Pollensa, en Mallorca; el nombre que le había puesto era Fin de fiesta, tras una infructuosa búsqueda de título, y Juan me contó entonces que se había abierto el concurso para adjudicar por primera vez el Premio Internacional de Novela Alfaguara, y me sugirió que por qué mejor no participaba con esa novela, al fin y al cabo, si no ganaba, y quedaba entre los finalistas, aquello ayudaría a las ventas, y al plan de seguir haciendo de mí un escritor con nombre de escritor.

No le dije ni que si ni que no, me llevé los originales de vuelta conmigo para pensarlo, y esa noche Hortensia me aconsejó que sí, que debía participar, y ella misma se encargó al día siguiente, en que yo volvía a Managua, de sacar en una tienda de fotocopias las copias reglamentarias del libro y entregarlas, todo bajo el seudónimo de Benjamín Itaspes, el nombre con que Rubén Darío se disfraza en su novela autobiográfica Oro de Mallorca, y la plica correspondiente. Cuando al mes siguiente hablé con Sealtiel Alatriste, el director de Alfaguara en México, me advirtió que Juan estaba en un error, los finalistas del premio no serían anunciados, había un ganador y punto; pero vuelta atrás ya no había ninguna…

Esta es la manera en que comienza mi libro de memorias literarias Juan de Juanes, publicado por Alfaguara a finals del año pasado, en su medio siglo de existencia.

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Sergio Ramírez

Sergio Ramírez (Masatepe, Nicaragua, 1942). Premio Cervantes 2017, forma parte de la generación de escritores latinoamericanos que surgió después del boom. Tras un largo exilio voluntario en Costa Rica y Alemania, abandonó por un tiempo su carrera literaria para incorporarse a la revolución sandinista que derrocó a la dictadura del último Somoza. Ganador del Premio Alfaguara de novela 1998 con Margarita, está linda la mar, galardonada también con el Premio Latinoamericano de novela José María Arguedas, es además autor de las novelas Un baile de máscaras (1995, Premio Laure Bataillon a la mejor novela extranjera traducida en Francia), Castigo divino (1988; Premio Dashiell Hammett), Sombras nada más (2002), Mil y una muertes (2005), La fugitiva (2011), Flores oscuras (2013), Sara (2015) y la trilogía protagonizada por el inspector Dolores Morales, formada por El cielo llora por mí (2008), Ya nadie llora por mí (2017) y Tongolele no sabía bailar (2021). Entre sus obras figuran también los volúmenes de cuentos Catalina y Catalina (2001), El reino animal (2007) y Flores oscuras (2013); el ensayo sobre la creación literaria Mentiras verdaderas (2001), y sus memorias de la revolución, Adiós muchachos (1999). Además de los citados, en 2011 recibió en Chile el Premio Iberoamericano de Letras José Donoso por el conjunto de su obra literaria, y en 2014 el Premio Internacional Carlos Fuentes.

Su web oficial es: http://www.sergioramirez.com

y su página oficial en Facebook: www.facebook.com/escritorsergioramirez

Foto Copyright: Daniel Mordzinski

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