Sergio Ramírez
José Saramago fue la conciencia de la literatura, una voz con consecuencia. En una época en que la palabra compromiso ha perdido todo su significado, él se lo siguió dando, haciéndonos recordar que detrás de las palabras del escritor hay una responsabilidad con lo que se dice, y con lo que se hace. Y para comprometerse de esa manera, tenía que ser un inconforme, inconforme hasta la impertinencia, capaz de aguarle la fiesta a cualquiera porque no tenía pelos en la lengua.
Él decía que su oficio era levantar piedras, y no era su culpa si debajo de esas piedras había monstruos que quedaban al descubierto. Un juez severo de su época, de sus iniquidades e injusticias, pero un juez sensible y amoroso al mismo tiempo, como lo fue con las palabras, que al fin y al cabo fueron su pasión.
No hay palabra mal colocada en las páginas de sus novelas, ni alguna que sobre, ni alguna que falte. Un seductor gracias a las palabras, como me sedujo a mí desde la lectura de El evangelio según Jesucristo. Un escritor de su tiempo, y para la posteridad que ya lo aguardaba desde hace ratos. Y un amigo entrañable, de sonrisa dulce y acogedora, un tanto irónica siempre, viejo rebelde con causa que me hará tanta falta.