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Antígona en Colombia, en Guatemala, en México

Por 1 de diciembre de 2014 diciembre 23rd, 2020 Sin comentarios

Roberto Herrscher

En Iguala, los padres buscan a sus hijos. No se resignan a que estén muertos: no han visto sus cuerpos mancillados. ¿Hay peor crimen que no dejar a los padres enterrar a sus hijos?

En Alta Verapaz, Guatemala, decenas de miles de indígenas claman para que los verdugos de sus hijos digan al menos dónde están sus cuerpos.

En un basurero en un barrio pobre y castigado de Medellín, Colombia, las madres exigen que dejen de tirar basura en La Escombrera, donde se sospecha que generaciones de asesinos, sicarios y paramilitares arrojaron cientos de cadáveres.

En España los ancianos hijos de los muertos y arrojados en las cunetas del franquismo piden, al menos, ver antes de morir los dulces huesos de sus padres muertos.

Hoy, en este mundo y este siglo, sigue brillando la tenue y persistente luz de Antígona, la llama de una justicia más fuerte que el más sangriento poder.

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En la tragedia de Sófocles, Antígona era la hija que tuvo Edipo con su madre Yocasta, la que pasó su juventud acompañando al angustiado padre ciego por los amargos caminos del destierro.

Creonte, el sucesor de Edipo como rey de Tebas, se convirtió mientras tanto en un tirano, y los dos hermanos varones de Antígona, Etéocles y Polinices, se enfrentaron en el campo de batalla, el primero defendiendo a Creonte y el otro luchando por echarlo del trono.

En el feroz combate las fuerzas del tirano triunfaron, pero ambos hermanos perecieron. Creonte decidió dar “funerales de estado” a Etéocles y dejar a Polinices a merced de las aves de rapiña en el mismo campo de batalla.

La tragedia Antígona – representada de mil maneras en el teatro actual – es la historia de la valiente decisión de la hija de Edipo por cumplir con su deber de hermana: sepultar a Polinices, a pesar de que Creonte haya decretado la pena de muerte para quien homenajeara así a los “traidores”.

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Antígona muere sobre el escenario proclamando su libertad de elección y su seguimiento fiel a una ley más poderosa que los dictados del mandamás: el amor filial. Para muchos esta es la base del pensamiento individual del ciudadano libre en la sociedad moderna. Aunque las consecuencias pueden ser graves, el personaje reivindica el derecho a cumplir con su propia conciencia irreductible.

Algo tan antiguo, tan “mítico” como quitar el derecho a las familias a enterrar a los muertos propios volvió a cobrar actualidad en los setenta con uno de los crímenes más abominables de las dictaduras del Cono Sur de América.

Las Madres de Plaza de Mayo de Argentina – que provenían de familias tanto ricas como pobres, de la izquierda más combativa y la más rancia derecha, que eran católicas, o judías, o ateas – se unieron en la exigencia más elemental: el derecho de las madres a que el Estado les entregue los cuerpos de sus hijos muertos, poder enterrarlos, hacer su duelo.

Por supuesto, detrás del atropello inhumano de la “desaparición” se adivinan todos los demás pisoteos.

¿Quién tiene derecho a jugar de esa manera con una de las ceremonias más antiguas y profundas de los seres humanos, el entierro de los “suyos”?

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Estoy trabajando en la formación de periodistas jóvenes de América Latina para que aprendamos juntos a contar las historias de las víctimas: los que no pueden ni empezar a llorar sobre las tumbas de los queridos que fueron secuestrados. En talleres de dos semanas, con periodistas de Argentina, Chile, Perú, Brasil, Colombia, El Salvador y Guatemala, producimos revistas con relatos de memoria histórica. Las llamamos El Retrovisor.

En las historias que traen los participantes en estos talleres de la Academia de la Deutsche Welle (DWA), encuentro un horror mayor que el ver el cuerpo de un hijo despedazado por la tortura: es no verlo nunca, es soñar cada noche con lo que le pueden haber hecho, es pensar sin razón y sin medida que podría estar vivo, y saber que no lo está, y sentirse culpables hasta por saberlo.

Escuchando y leyendo los testimonios de los familiares de los desaparecidos, siento que no habla el militante de tal o cual partido, no habla ni el credo ni la ideología. Habla la sangre mancillada. Habla, hoy más fuerte que nunca, Antígona.

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Roberto Herrscher

Roberto Herrscher es periodista, escritor, profesor de periodismo. Académico de planta de la Universidad Alberto Hurtado de Chile donde dirige el Diplomado de Escritura Narrativa de No Ficción. Es el director de la colección Periodismo Activo de la Editorial Universidad de Barcelona, en la que se publica Viajar sola, director del Premio Periodismo de Excelencia y editor de El Mejor Periodismo Chileno en la Universidad Alberto Hurtado y maestro de la Fundación Gabo. Herrscher es licenciado en Sociología por la Universidad de Buenos Aires y Máster en Periodismo por Columbia University, Nueva York. Es autor de Los viajes del Penélope (Tusquets, 2007), publicado en inglés por Ed. Südpol en 2010 con el nombre de The Voyages of the Penelope; Periodismo narrativo, publicado en Argentina, España, Chile, Colombia y Costa Rica; y de El arte de escuchar (Editorial de la Universidad de Barcelona, 2015). En septiembre de 2021 publicó Crónicas bananeras (Tusquets) y su primer libro colectivo, Contar desde las cosas (Ed. Carena, España). Sus reportajes, crónicas, perfiles y ensayos han sido publicados The New York Times, The Harvard Review of Latin America, La Vanguardia, Clarín, El Periódico de Catalunya, Ajo Blanco, El Ciervo, Lateral, Gatopardo, Travesías, Etiqueta Negra, Página 12, Perfil, y Puentes, entre otros medios.  

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