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Guatemala

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Francisco Goldman y la novela ‘real’ de un crimen político

Estas semanas me acordé de uno de los mejores libros de periodismo narrativo de la última década: El arte del asesinato político, de Francisco Goldman.

Se acaba de dictar sentencia en Guatemala por uno de los peores crímenes de la cruenta guerra civil de 36 años que sufrió ese país en el siglo pasado: el asesinato de 37 personas en la embajada española hace 34 años. El jefe de policía de la dictadura de entonces ordenó prender fuego al edificio y no dejar salir a los campesinos que lo habían tomado para exigir justicia por masacres anteriores. El general Pedro García Arredondo fue condenado. También fue condenado el año pasado el dictador José Efraín Ríos Montt por genocidio de una etnia indígena.

La posibilidad de justicia en esta nación bella y castigada comenzó con el histórico juicio por la muerte del obispo Juan Gerardi, masacrado con una piedra dos días después de presentar el completo informe de las violaciones a los derechos humanos producidas durante la guerra, casi todas por los militares. Ese gran libro es más necesario que nunca para entender lo que está pasando hoy en esa parte del mundo, y también para recordarnos qué buena literatura se puede hacer contando, explicando y sacando conclusiones de una historia real.

Goldman produjo después una novela de hechos ciertos aún más deslumbrante, pero en este caso de carácter autobiográfico: Dí su nombre es el lamento por la temprana muerte de su esposa, la escritora mexicana Aura Estrada, el refugio de la memoria para soportar la pena y la lucha contra el olvido.

En la cercanía Goldman (tan guatemalteco como estadounidense, que escribe en un inglés que de tan cuidado parece fluir libre, y donde cada verbo y cada adjetivo dan siempre en el blanco) es un tipo divertido, mordaz, asiduo de los chistes y los despistes. Pero sus libros tienen la carga dolorosa y el aliento clásico de las tragedias griegas.                    

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Quienes lean El arte del asesinato político, la apasionante disección de la podredumbre moral de los grupos de poder en Guatemala que Anagrama publicó en España en 2009, se encontrarán, en una prosa diáfana y poética, con el relato de una muerte, una investigación, un juicio y sus consecuencias.

Combinando las herramientas y la infinita paciencia de un rocoso periodista de investigación con las dotes literarias y la sensibilidad de un gran narrador, el guatemalteco-norteamericano Francisco Goldman se abocó a la tarea de atar todos los cabos sueltos y encontrar a todos los personajes del sórdido ‘caso Gerardi’. Le tomó ocho años. Su libro justifica y premia tamaño esfuerzo.

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Este fue el ‘caso Gerardi’: En 1998, tras décadas de abusos militares e impunidad, la Oficina de Derechos Humanos del Arzobispado (OHDA) de Guatemala sacó a la luz un pormenorizado informe de los crímenes, cometidos príncipalmente contra la población indígena. Dos días después de la presentación del documento, el obispo Juan Gerardi, quien coordinó la investigación, apareció muerto a golpes en el garaje del arzobispado.

Las usinas de los rumores y la desinformación se pusieron rápidamente en funcionamiento: un crimen pasional entre homosexuales, una banda de delincuentes juveniles… hasta hicieron viajar a Guatemala a un extraño profesor español quien sostuvo la hipótesis de la participación en el crimen del viejo perro del cura que vivía en la casa parroquial.

Tres años más tarde, cuando comenzó el juicio, los acusados no eran los ‘sospechosos habituales’: pertenecían a la élite de inteligencia del ejército, una casta nunca tocada por la justicia guatemalteca. Sorprendentemente, los militares y sus cómplices fueron condenados pese a las presiones – a veces violentas – y el ruido mediático. Los condenados apelaron, hubo más presiones, y la corte ratificó la condena. “Durante medio siglo el mundo clandestino militar había parecido inexpugnable”, explica Goldman al final de su libro. “El caso Gerardi abría un camino para penetrar esa oscuridad”. 

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Este es, por lo tanto, un drama judicial, donde el tenaz reportero sigue a los investigadores, descubre por su cuenta hechos desconocidos y personajes insólitos, cae en trampas y encuentra finalmente la luz. Su estructura, similar a la de Todos los hombres del presidente, de Bob Woodward y Carl Bernstein, sigue el camino de las entrevistas del autor y de los descubrimientos de los fiscales y de los abogados de la OHDA, todos jóvenes, muertos de sueño y hambrientos de justicia. Es una historia de lucha por llegar a una verdad peligrosa.

En el camino aparecen unos ‘villanos’ sorprendentes, conocidos del lector español: los periodistas Maite Rico y Bertrand de la Grange, autores de un libro anterior sobre el tema (¿Quién mató al obispo?). Goldman los presenta como parte del cuartel mediático que busca alejar las culpas del estamento militar.

Y en ese campo coloca a otro viejo conocido: el novelista Mario Vargas Llosa, en su vertiente de comentarista político, quien publicó una columna defendiendo – y apoyando con su prestigio – la tesis de Rico y la Grange tras la sola lectura del libro de éstos.

Pero los personajes principales de El arte del asesinato político son otros: son los generales, tenientes, cabos e informantes que forman la tenebrosa estructura de un ejército legendario en América Latina por su violencia y su impunidad. Y son los fiscales, abogados, luchadores por los derechos humanos y periodistas que los desafiaron a través de este caso histórico.

El libro de Francisco Goldman – que comenzó como una investigación para la revista New Yorker – se lee hoy como una trepidante novela de investigación, peligro y suspense.

 Francisco Goldman: El arte del asesinato político. ¿Quién mató al obispo? Anagrama Crónicas. 528 págs. 

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14 de febrero de 2015
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Antígona en Colombia, en Guatemala, en México

En Iguala, los padres buscan a sus hijos. No se resignan a que estén muertos: no han visto sus cuerpos mancillados. ¿Hay peor crimen que no dejar a los padres enterrar a sus hijos?

En Alta Verapaz, Guatemala, decenas de miles de indígenas claman para que los verdugos de sus hijos digan al menos dónde están sus cuerpos.

En un basurero en un barrio pobre y castigado de Medellín, Colombia, las madres exigen que dejen de tirar basura en La Escombrera, donde se sospecha que generaciones de asesinos, sicarios y paramilitares arrojaron cientos de cadáveres.

En España los ancianos hijos de los muertos y arrojados en las cunetas del franquismo piden, al menos, ver antes de morir los dulces huesos de sus padres muertos.

Hoy, en este mundo y este siglo, sigue brillando la tenue y persistente luz de Antígona, la llama de una justicia más fuerte que el más sangriento poder.

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En la tragedia de Sófocles, Antígona era la hija que tuvo Edipo con su madre Yocasta, la que pasó su juventud acompañando al angustiado padre ciego por los amargos caminos del destierro.

Creonte, el sucesor de Edipo como rey de Tebas, se convirtió mientras tanto en un tirano, y los dos hermanos varones de Antígona, Etéocles y Polinices, se enfrentaron en el campo de batalla, el primero defendiendo a Creonte y el otro luchando por echarlo del trono.

En el feroz combate las fuerzas del tirano triunfaron, pero ambos hermanos perecieron. Creonte decidió dar “funerales de estado” a Etéocles y dejar a Polinices a merced de las aves de rapiña en el mismo campo de batalla.

La tragedia Antígona – representada de mil maneras en el teatro actual – es la historia de la valiente decisión de la hija de Edipo por cumplir con su deber de hermana: sepultar a Polinices, a pesar de que Creonte haya decretado la pena de muerte para quien homenajeara así a los “traidores”.

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Antígona muere sobre el escenario proclamando su libertad de elección y su seguimiento fiel a una ley más poderosa que los dictados del mandamás: el amor filial. Para muchos esta es la base del pensamiento individual del ciudadano libre en la sociedad moderna. Aunque las consecuencias pueden ser graves, el personaje reivindica el derecho a cumplir con su propia conciencia irreductible.

Algo tan antiguo, tan “mítico” como quitar el derecho a las familias a enterrar a los muertos propios volvió a cobrar actualidad en los setenta con uno de los crímenes más abominables de las dictaduras del Cono Sur de América.

Las Madres de Plaza de Mayo de Argentina – que provenían de familias tanto ricas como pobres, de la izquierda más combativa y la más rancia derecha, que eran católicas, o judías, o ateas – se unieron en la exigencia más elemental: el derecho de las madres a que el Estado les entregue los cuerpos de sus hijos muertos, poder enterrarlos, hacer su duelo.

Por supuesto, detrás del atropello inhumano de la “desaparición” se adivinan todos los demás pisoteos.

¿Quién tiene derecho a jugar de esa manera con una de las ceremonias más antiguas y profundas de los seres humanos, el entierro de los “suyos”?

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Estoy trabajando en la formación de periodistas jóvenes de América Latina para que aprendamos juntos a contar las historias de las víctimas: los que no pueden ni empezar a llorar sobre las tumbas de los queridos que fueron secuestrados. En talleres de dos semanas, con periodistas de Argentina, Chile, Perú, Brasil, Colombia, El Salvador y Guatemala, producimos revistas con relatos de memoria histórica. Las llamamos El Retrovisor.

En las historias que traen los participantes en estos talleres de la Academia de la Deutsche Welle (DWA), encuentro un horror mayor que el ver el cuerpo de un hijo despedazado por la tortura: es no verlo nunca, es soñar cada noche con lo que le pueden haber hecho, es pensar sin razón y sin medida que podría estar vivo, y saber que no lo está, y sentirse culpables hasta por saberlo.

Escuchando y leyendo los testimonios de los familiares de los desaparecidos, siento que no habla el militante de tal o cual partido, no habla ni el credo ni la ideología. Habla la sangre mancillada. Habla, hoy más fuerte que nunca, Antígona.

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1 de diciembre de 2014
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La novela ‘real’ de un crimen sin piedad en Guatemala

La muerte de un obispo en extrañas circunstancias puede ser la punta del hilo que desate la madeja de horrores más espantosa de Latinoamérica.  Quienes lean El arte del asesinato político, la apasionante disección de la podredumbre moral de los grupos de poder en Guatemala que Anagrama publicó en España en 2009, entenderán esto y muchas cosas más.

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Estoy a punto de emprender otro viaje a Guatemala. Como hace cuatro meses, voy con la Academia de formación de periodistas de la radio-televisión pública alemana Deutsche Welle, y el tema es el Periodismo de Conflictos y Memoria Histórica.

Vamos a trabajar en un lugar hermoso y desasosegante: el Archivo Histórico de la Policía Nacional, hoy convertido en espacio de la memoria y sitio donde un centenar de abnegados investigadores analizan y ponen orden en 80 millones de documentos.

Los documentos cuentan la historia de la burocracia policial en Guatemala. En lenguaje frío y formal, permiten asomarse al horror. Un hombre fascinante, el ex guerrillero y antiguo director de la Fundación Rigoberta Menchú, Gustavo Meoño, dirige ese milagro que es el archivo.

Ahí voy a trabajar junto con un colega alemán y otro guatemalteco para ayudar a un  grupo de jóvenes periodistas locales a escribir sobre el pasado. Su pasado.

Con el tiquete aéreo ya en mis manos, quiero compartirles hoy una reseña que escribí hace unos años para La Vanguardia.

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Se trata del gran relato de no ficción El arte del asesinato político, de Francisco Goldman. Mi visión de Guatemala, de Latinoamérica y de la lucha por la justicia y contra el olvido no serán nunca más las mismas después de leer este libro.

El libro fue un faro y una linterna en mi viaje a Guatemala. Y también una invitación a seguir la obra de Goldman. En 2012 me tocó presentarlo en una mesa redonda del encuentro de Nuevos Cronistas de Indias de la Fundación Nuevo Periodismo en México. Después leí su deslumbrante y dolido relato sobre su esposa muerta: Dí su nombre. Este mismo mes me llegó una antología de textos sobre13 países de América Latina a 40 años del golpe de estado de Pinochet: Crecer a golpes, fantásticamente editado por Diego Fonseca. El capítulo de Guatemala está a cargo de Goldman: revisita su investigación del Caso Gerardi y se reúne con los fiscales y la juez que lograron la condena del dictador Efraín Rios Montt por genocidio.

La condena fue luego anulada por la Corte Constitucional por un fallo técnico.

Pero quedan las causas de la condena, duras como piedras.

Pero quedan los miles de testimonios de las víctimas.

Pero queda, para la posteridad, el luminoso libro de Francisco Goldman.     

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El arte del asesinato político es, entre muchas otras cosas, el relato de una muerte, una investigación, un juicio y sus consecuencias. Combinando las herramientas y la infinita paciencia de un rocoso periodista de investigación con las dotes literarias y la sensibilidad de un gran narrador, el guatemalteco-norteamericano Francisco Goldman se abocó a la tarea de atar todos los cabos sueltos y encontrar a todos los personajes del sórdido ‘caso Gerardi’. Le tomó ocho años. Este libro justifica y premia tamaño esfuerzo.

Este fue el ‘caso Gerardi’: En 1998, tras décadas de abusos militares e impunidad, la Oficina de Derechos Humanos del Arzobispado (OHDA) de Guatemala sacó a la luz un pormenorizado informe de los crímenes, cometidos príncipalmente contra la población indígena. Dos días después de la presentación del documento, el obispo Juan Gerardi, quien coordinó la investigación, apareció muerto a golpes en el garaje del arzobispado.

Las usinas de los rumores y la desinformación se pusieron rápidamente en funcionamiento: un crimen pasional entre homosexuales, una banda de delincuentes juveniles… hasta hicieron viajar a Guatemala a un extraño profesor español quien sostuvo la hipótesis de la participación en el crimen del viejo perro del cura.

Tres años más tarde, cuando comenzó el juicio, los acusados no eran ninguno de los ‘sospechosos habituales’: pertenecían a la élite de inteligencia del ejército, una casta nunca tocada por la justicia guatemalteca. Sorprendentemente, los militares y sus cómplices fueron condenados pese a las presiones – a veces violentas – y el ruido mediático. Los condenados apelaron, hubo más presiones, y la corte ratificó la condena. “Durante medio siglo el mundo clandestino militar había parecido inexpugnable”, explica Goldman al final de su libro. “El caso Gerardi abría un camino para penetrar esa oscuridad”. 

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Este es, por lo tanto, un drama judicial, donde el tenaz reportero sigue a los investigadores, descubre por su cuenta hechos desconocidos y personajes insólitos, cae en trampas y encuentra finalmente la luz. Su estructura, similar a la de Todos los hombres del presidente, de Bob Woodward y Carl Bernstein, sigue el camino de las entrevistas del autor y de los descubrimientos de los fiscales y de los abogados de la OHDA, todos jóvenes, muertos de sueño y hambrientos de justicia. Es una historia de lucha por llegar a una verdad peligrosa.

Los personajes principales de El arte del asesinato político son los generales, tenientes, cabos e informantes que forman la tenebrosa estructura de un ejército legendario en América Latina por su violencia y su impunidad. Y son los fiscales, abogados, luchadores por los derechos humanos y periodistas que los desafiaron a través de este caso histórico.

El libro– que comenzó como una investigación para la revista New Yorker – se lee como una trepidante novela de investigación, peligro y suspense. En definitiva, explora y explica los abismos y las raíces del país pequeño y trágico donde durante 35 años los ejércitos regulares e informales del poder desaparecieron a 45.000 personas y asesinaron a casi 200.000.

Para las estadísticas son número. Para un gran cronista y escritor como Francisco Goldman, son las huellas de un arte asesino, atroz.  

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5 de marzo de 2014
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