Cuarenta y tres estudiantes en un remoto colegio rural de México. Estudiaban para ejercer el oficio más necesario para construir una democracia: como maestros. Y un alcalde corrupto en connivencia con el narcotráfico los manda matar. Eso pasó hace seis meses en Ayotzinapa.
Estos crímenes vienen produciéndose desde hace dos décadas en el maravilloso y cruel México. Pero algo ha cambiado. Han pasado seis meses y ni un día se han callado las voces que reclaman justicia, verdad y cambio. Primero, los padres y madres de estos normalistas. Recorren el país clamando por sus hijos. ¿Dónde están? ¿Qué les hicieron? ¿Por qué? ¿Quién da la cara?
Con ellos empezó a despertarse el país. Contra el gobierno nacional, del PRI. Contra el alcalde, del PRD. Contra el ex presidente, que prometió apagar el fuego del narco y le echó petróleo, del PAN. Los tres partidos que se reparten el poder mientras el pueblo sufre y el país se hunde. “Todos somos Ayotzinapa”.
Y se despertaron también los periodistas, un colectivo que había permanecido sumiso y callado demasiados años. Ante una Plaza del Zócalo del DF llena, la minúscula figura y la voz quebrada de Elena Poniatowska leyó las mini-biografías de los 43 ausentes que había confeccionado el joven periodista París Martínez. Una leyenda viva del periodismo mexicano se alía con uno de los mejores reporteros de la última horneada.
La generación de Martínez está amenazada: según informes de Reporteros sin Fronteras, es más peligroso ser periodista en México que en Afganistán. Pero siguen en la lucha, han formado equipos y colectivos para investigar, publicar y defender sus derechos.
El que más me impacta es uno formado por mujeres: Periodistas de a pie. En estos días armaron un libro digital para recordar y seguir peleando. Convocaron a periodistas mexicanos y de otros países. Nos pidieron que eligiéramos una foto o una imagen y que escribiéramos un texto breve. La mayoría habla de las víctimas y de sus familiares.
Yo elegí una aguafuerte de Goya, de su tremenda serie Los desastres de la guerra. Se llama Enterrar y callar.
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Francisco de Goya (1746-1828) se hizo famoso con sus perspicaces retratos de la corte de Carlos IV y sus alegres estampas de las costumbres del pueblo, los majos y las majas de Madrid. Pero en sus últimos años, con la vejez y la sordera, amargado y abandonado de los poderosos, se convirtió en el furibundo y lúcido dibujante de los males, las hipocresías y las crueldades de una sociedad injusta.
Primero, los Caprichos: sueños y pesadillas de hambrientos y hastiados, escenas tragicómicas de jovencitas inocentes y viejos libidinosos, burlas precisas de burros con levita y con sotana. No vendió casi ninguno. Después, los Disparates y una serie breve dedicada a la Tauromaquia. Pero los más impresionantes y precursores son los Desastres de la guerra. En ellos Goya se internó en el horror como ningún otro pintor haya hecho antes o después.
La guerra que le tocó fue la de guerrillas (la primera de la historia) contra el invasor francés en 1908. En Zaragoza, Goya fue testigo directo de los levantamientos del pueblo contra las tropas napoleónicas y la feroz represión de los invasores. En uno de los grabados muestra a una madre que huye con su niño y escribe: “Yo lo ví”. En otro, que muestra a tres soldados que ahorcan a un hombre tirando de sus piernas, pregunta: “Por qué?”
El invasor francés dejó España después de matar y torturar y desmembrar, pero el pueblo no ganó: ganaron los terratenientes y la Iglesia. Estos grabados, una mezcla técnicamente impresionante de aguafuerte y aguatinta, son como todas las grandes obras realistas, documentos históricos de su tiempo y a la vez un grito sobre el todos los tiempos y sobre hoy mismo.
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Dice el académico Sigrun Paas-Zeidler en su comentario a la edición completa de los grabados goyescos que “estos horrores de la guerra, escenas de violaciones, de fusilamientos, carnicerías, mutilaciones, campos sembrados de cadáveres, heridos, muertos, ejecuciones con el garrote, hombres que huyen, saqueos de iglesias”, no presentan en ningún caso escenas de lucha militar. Son el pueblo, es “la experiencia del hombre concreto”.
Goya escribía muy mal: su editor tuvo que poner a un ayudante a corregir los errores ortográficos y gramaticales de los textos que escribía debajo de los grabados. La maestría en contar y en opinar de Goya está en sus oleos y sus dibujos. Pero el título de este grabado, el número 18, muestra la forma en que podía titular con maestría: “Enterrar y callar”.
Goya es insoportablemente actual: en México, el crimen de Ayotzinapa, hoy mismo, tiene el amargo sabor de estos grabados. Goya está en Siria. Y en Gaza. Los cuerpos retorcidos, mancillados. La muerte impúdica. El pudor y la dignidad de los deudos.
En la España de Goya y en el México de hoy, este mensaje es elocuente porque dice todo lo contrario de lo que aparenta. Enterrar es desenterrar y callar es gritar. Porque mostrar con la pluma es destapar los crímenes y echar luz sobre los criminales. Y porque dibujar así a las víctimas es gritar su silencio.