
Eder. Óleo de Irene Gracia
Rafael Argullol

Delfín Agudelo: Te refieres al autorretrato presente en El Juicio Final de Miguel Ángel, sostenido por un santo.
R.A.: Me refiero a ese autorretrato, uno de los más extraños, radicales, crueles y de autocrueldad que se han pintado en la historia de la pintura. Miguel Ángel quiso representarse en su juicio final; tenía ya setenta años de edad. Pero en vez de hacerlo en una actitud beatífica, de sabiduría o nobleza, se autorrepresentó a través de una tragicidad casi insoportable: como un pellejo que sostiene uno de los santos presentes, que es San Bartolomé. Miguel Ángel se presenta a sí mismo ya no solamente como un viejo, sino como alguien que está entrando en lo que podríamos llamar un proceso de convulsión agónica, un proceso de descorporeización. Y ahí nos encontramos con la suprema paradoja trágica de que el artista que ha llegado a lo más alto de su poder creativo, y probablemente a ser el más reconocido de todos los aristas de la historia, en el momento en que tiene que hacer un balance de su cara se representa a sí mismo como un puro pellejo arrugado y destinado, diríamos, a ser un deshecho.