Rafael Argullol
Rafael Argullol: Hoy, en mi galería de espectros, he visto el del Cristo yacente de Mantegna.
Delfín Agudelo: ¿Desde qué perspectiva lo viste?
Rafael Argullol: Curiosamente lo vi desde una perspectiva que no era la que deseaba Mantegna. Lo he visto sin aceptar la complicidad de la retina que él exigía. Requería ver su Cristo desde varias decenas de metros de distancia. Lo he visto desde muy cerca, y así de cerca el Cristo yacente es como un hombre contrahecho, monstruoso, alguien que está tirado en una mesa de disección como si estuviera en manos de un médico forense. Desde esta primera mirada en la cercanía se hacía patente todo el sufrimiento de un Cristo desesperanzado y sin futuro, de un Cristo sin resurrección sobre el cual está el rostro de su madre que asimismo es una mujer vieja y desesperada. Pero luego me he ido alejando, lentamente, como en un zoom, y entonces he ido aceptando la propia complicidad de la mirada que requería el brutal escorzo pintado por Mantegna. A medida en que me iba alejando de la pintura, ésta iba perdiendo su distorsión violenta, se iba en cierto modo suavizando, dulcificando, continuaba siendo una imagen violenta, pero que cada vez poseía más grandeza. En un momento determinado, alejado ya, este Cristo monstruoso y contrahecho de antes se convertía en un Cristo sufriente, en una víctima del sacrificio, en la cual todavía era posible concebir una esperanza. Por tanto, finalmente ese ángulo con el cual he contemplado el Cristo yacente de Mantegna ha ido desde el horror y la desesperanza a un resquicio de luz, a una posibilidad de compasión y de fraternidad humanas, no sé si también a un indicio de existencia de una trascendencia, pero sí al menos de una profunda compasión que va más allá de la pura carne pragmática echada sobre una mesa de disección.