Rafael Argullol
Cada vez que la madre naturaleza nos juega una mala pasada nos sentimos injustamente tratados, lo cual, si bien no es un acto de inteligencia, demuestra hasta qué punto hemos caído en nuestra propia trampa al declarar domesticado el entorno que nos rodea. No es la única lección bajo la influencia del volcán. Estas últimas semanas, los náufragos del Eyjafjalla, atrapados en los aeropuertos mientras implorábamos el privilegio de poseer un billete de tren o un coche de alquiler, hemos tenido la ocasión de examinar muchos titulares de periódicos amontonados en las estanterías de los quioscos, y que coincidían en todo con el diario pacientemente leído durante las interminables horas de espera: la incertidumbre de Europa no se manifestaba sólo en los aires, con el tráfico colapsado, sino a ras de tierra, como un gigantesco puñetazo en el estómago. Malas noticias para nuestro bienestar ante las que sentíamos tanta incredulidad como la que experimentábamos frente a los paneles electrónicos en los que se dibujaba con insistencia la fatídica palabra cancelado.
Pero nuestra incredulidad tiene algo de teatral. Sabíamos de antemano que el volcán podía entrar en erupción en cualquier momento, y fingíamos lo contrario.
El País, 22/05/2010