Rafael Argullol
Mientras seguimos ciegos,
envueltos por la suave oscuridad
del vientre materno,
algo escuchamos ya del mundo,
quizá la risa de la madre,
o tal vez el grito de un energúmeno
que en aquel momento pasa cerca,
o bien razonables palabras de amistad,
sin descartar los espasmos del placer,
o la alegría de un canto solitario,
o una piadosa oración, o una violenta blasfemia,
o la proclamación del terror,
o la confirmación de la ternura.
El oído es nuestro primer vigía:
aún somos peregrinos de la gran noche
y ya la vida asalta nuestro silencio.