Javier Fernández de Castro
En su nueva propuesta, Las canciones de los árboles. Un viaje por las conexiones de la naturaleza, Haskell da un paso adelante, encima un paso arriesgado, pues intenta mostrar la sutil red de interconexiones que hacen de la naturaleza un organismo plural pero único y armónico, aunque en lugar de solicitar la ayuda de sus sabios compañeros de trabajo, la narración parte de una premisa tan tenue como puedan ser los sonidos naturales. O, para decirlo en sus propias palabras, las canciones. Para quien sabe escuchar, la naturaleza es un coro que se llama y responde, o se complementa y contradice. La mentalidad occidental, dice Haskell, es capaz de percibir y comprender abstracciones como ideas, reglas, procesos o conexiones.En cambio, lo que la naturaleza dice cantando le parecen meras leyendas de pueblos primitivos. Y sin embargo, “los espíritus de la selva amazónica quizá sean análogos a sueños de la realidad occidental como el dinero, el tiempo y los estados-nación”. Y lo mismo ocurre con los sonidos (canciones) de los árboles, ya sea un altivo ceibo que sobresale por encima del techo vegetal amazónico, un avellano viejo de mil años, un álamo de Virginia o un superviviente tan asombroso como el diminuto bonsái que no fue arrasado por la bomba de Hiroshima. En su viaje alrededor del mundo en busca de diferentes ejemplares de árboles, Haskell describe con ellos la enmarañada red de relaciones que los aúna.
Ni siquiera el peral de Callery que se alza solitario en la confluencia de la calle Ochenta y seis con Broadway, en Mahattan, es un ser aislado y ajeno a la vida urbana que se desarrolla a su alrededor. Y para ser físicamente consciente de ello, y hacer partícipe al lector, Haskell adosa en el tronco del árbol un sensor del tamaño de una alubia y que a través de dos procesadores transmite a un ordenador las vibraciones de los sonidos que chocan contra la corteza. Las conversaciones de las transeúntes, los sonidos del tráfico y, sobre todo, el estruendo del metro muchos metros por debajo del asfalto y las aceras se transmiten a través de las raíces y luego trepan por el tronco hasta desvanecerse en el aire. Es decir que pese a su aire solitario y ajeno, el árbol participa activamente en la vida urbana, hasta el extremo de que los cinco millones de árboles que posee Nueva York retiran cada año dos mil toneladas de contaminantes atmosféricos y más de cuarenta mil toneladas de dióxido de carbono, o sea, un 0,5% de los contaminantes atmosféricos. A pesar de lo cual, si los árboles reciben cuidados no es porque haya un verdadera preocupación por su salud sino porque resulta más barato mantener a equipos itinerantes de podadores que hacer frente a las demandas de los transeúntes a quienes les ha caído encima una pesada rama muerta.
Como ocurría en su primer libro, en Las canciones de los árboles el lector sabe de dónde parte cada narración porque lo dice el título del capítulo (El ceibo, El abeto de navidad, La palmera sabal, El fresno verde, La secuosia y el pino ponderosa, El olivo, etc) pero casi al instante se ve sacudido por una vorágine de exploraciones, hallazgos, datos y, sobre todo, conexiones porque en la naturaleza todo está relacionado con todo. Cuando se establece una red, ésta se puede considerar un individuo, aunque el carácter de dicho individuo se define por sus relaciones y no por unas cualidades estables. La vida es un continuo en evolución y la intensidad de la lucha por la subsistencia es tanto el resultado como una causa de la diversidad de especies. Y quien dispone de un oído entrenado percibe tal diversidad no como una cacofónica acumulación de ruidos inconexos sino como una armoniosa canción.
Las canciones de los árboles. Un viaje por las conexiones de la naturaleza
David George Haskell
Traducción de Guillem Usandizaga
Turner