Rafael Argullol
Eran las dos y treinta y cinco de la madrugada.
Lo sé porque hacía un segundo
que había mirado mi reloj.
La lágrima de San Lorenzo
cayó por el rostro de la noche,
cruzando el cielo de un extremo a otro.
Veloz, como el mensajero de las malas noticias;
brillante, como la coraza
del ángel que acude a defendernos.
La incertidumbre humana
es extrañamente precisa, y a cada instante
divide nuestra alma en dos mitades
que luchan entre sí
en una batalla que nunca tendrá
vencedores o vencidos.