Ficha técnica
Título: Palmeras de la brisa rápida. Un viaje a Yucatán | Autor: Juan Villoro | Editorial: Altair | Colección: Heterodoxos | Páginas: 194 | Fecha: feb-2016 | ISBN: 978-84-941052-8-9| Precio: 16 euros
Palmeras de la brisa rápida
Juan Villoro
En Palmeras de la brisa rápida, Juan Villoro, hijo de padre español y madre yucateca, escribe una crónica de su viaje al país de los mayas persiguiendo los recuerdos de su abuela por una de las regiones más desconcertantes de México.
Palmeras de la brisa rápida es un viaje por los misterios que encierran las tierras yucatecas y la particular idiosincrasia de sus habitantes. Con la agudeza, la ironía y el humor característicos de su prosa, Juan Villoro observa el universo y lo pone todo en cuestión en un relato ágil, inteligente y divertido.
El autor nos contagia de su espíritu de turista aventurero y de su particular capacidad de asombro. El tono es festivo, chispeante, ocurrente, pero se sospecha que el humor de Villoro es un caparazón de defensa sentimental al intentar reconquistar las palabras de su abuela.
Reseñas:
«Es, sin duda, el escritor más carismático de México» Fabienne Bradu, REVISTA VUELTA
(MÉXICO)
«En Palmeras de la brisa rápida, Juan Villoro hace una crónica desopilante de su viaje en
Wolkswagen al país de los mayas» Guadalupe Nettel (escritora)
«¡Detengan el laberinto!»
Juan Ruiz llegó a Yucatán a ver por qué los yucatecos comían tanta azúcar. Trabajaba para una compañía sonorense dispuesta a hacer grandes negocios con el apetito peninsular. En Progreso conoció a una muchacha que acababa de despachar a un pretendiente «porque fumaba cigarros rusos muy apestosos». Estela Milán pertenecía a una familia cuya buena reputación emanaba, no de sus blasones nobiliarios, como hubieran querido algunos de sus miembros, sino de sus sabrosos helados. A unos pasos de la estación del tren, la Nevería Milán ofrecía sorbetes y chufas. Durante años, la familia había probado su habilidad para confitar en frío, pero su verdadera aspiración era el bel canto. Estela Milán solía interrumpir los bailes para interpretar un aria, el codo apoyado en el hombro de su galán.
Juan Ruiz tomaba decisiones con la llana simpleza de quien es rústico y es español. Un día abrió la puerta de su choza en la sierra de León, vio la nieve en derredor, pensó en el trabajo que lo aguardaba en el corral de las ovejas y decidió irse al continente donde todas las frutas son posibles. En sus primeros años americanos «labró futuro» durmiendo en el mostrador que atendía por las mañanas. Sus penurias fueron tantas que aquel mostrador acabó por parecerle confortable. Varios años después había logrado reunir algún dinero. El salón de bailes de Progreso debió parecerle un recinto del imperio austrohúngaro y aquella muchacha que se abanicaba sin cesar, una princesa de Dalmacia (algo que ella no hubiera vacilado en aceptar). Ante Estela, sus mejores credenciales eran su acento español (en las raras ocasiones en que hablaba) y su «pinta distinguida» (una manera de decir que a pesar de su corta estatura y la calvicie incipiente, sus facciones alargadas sobresalían en los salones yucatecos donde abundaban las caritas pícnicas). Así como un día el aire helado cuajó en una insólita palabra, «América», así supo que viviría toda su vida con Estela. Nada mejor para un prófugo del frío que una muchacha para quien la nieve era algo que sabía a guanábana.