
Eder. Óleo de Irene Gracia
Lluís Bassets
Es un ejercicio muy antiguo, que ha proporcionado uno de los grandes monumentos de la literatura. Si sirvió entonces y ha seguido sirviendo durante muchos años, no entiendo que haya nada que desautorice a que siga sirviendo ahora. Me refiero a la comparación biográfica, una forma sencilla pero útil de resaltar el carácter y los trazos de las vidas de los personajes por efecto del contraste con otras vidas. Así empieza el conocimiento: primero por la imitación e inmediatamente después por el descubrimiento de las semejanzas y de las diferencias. Pero la comparación es también, según parecen creer algunos, una ofensa: a la unicidad de cada una de nuestras vidas y a la excepcionalidad de las vidas que se toma de referencia. Yo no lo veo así, al contrario. Comparar en periodismo y en historia es, además de un ejercicio útil, una de las fuentes de placer intelectual que proporcionan estos oficios.
Blair y Obama como ayer. Zapatero y Obama, como hace unos días. Sarkozy y Berlusconi, o Berlusconi y Putin como hace unos meses. ¿Por qué no? Estas son comparaciones sugeridas por el propio paisaje contemporáneo, pero hay otras, quizás todavía más sugerentes -y ofensivas, para los espíritus pacatos- que son las que nos murmura la historia con sus inevitables referencias cíclicas. Ahora mismo Obama tiene como referencias comparativas a dos presidentes excepcionales como Abraham Lincoln y Franklin Delano Roosevelt, mientras que Bush tiene que contentarse con Herbert Hoover, el presidente al que se asocia con la incapacidad de gestionar el Crash del 29 para impedir que se convirtiera en la Gran Depresión.
Hay ejercicios fáciles y extremados: Putin y Stalin, Berlusconi y Mussolini, Aznar y Franco. Pero el mayor interés no está en estas últimas comparaciones tan de carril, sino en las que son fruto de una buen conocimiento y una reflexión profundas sobre el propio pasado, tanto por parte de los políticos como de los comentaristas, y van surgiendo casi por generación espontánea del debate y del diálogo político. Por ahí van los tiros en el caso de Estados Unidos, país de vida política e intelectual muy sólidas y ricas, sin comparación con las de otros países desmemoriados e incultos qure yo me sé. Para que haya memoria histórica hace falta también tener cultura histórica y sentido de las continuidades y de las rupturas. Hay pasados políticos, ricos en experiencias y personajes, que no tienen utilidad contemporánea alguna cuando han dejado de existir en la conciencia pública o se han convertido en la historia de un país que ya no existe, que es como decir, otro país o todavía peor un país muerto.
(Son odiosas, según el adagio, pero más odiosas son las simetrías, sobre todo cuando están fuera de cualquier dimensión razonable. Las más perversas son las morales. Sobre todo cuando se construyen sobre la cuantificación del mal y de la muerte, el calibre de las armas del diablo o el tamaño de las causas que defendemos. Luego hay paradojas extraordinarias: elementos contrapuestos y odiosos en su simetría pueden llegar a convertirse en idénticos y equivalentes. Un ejemplo, la desaparición del Estado de Israel y la creación del Gran Israel, que es lo que quieren respectivamente los extremistas palestinos e israelíes, pueden llegar a confluir en un futuro gracias a la evolución demográfica.)