
Eder. Óleo de Irene Gracia
Lluís Bassets
A quienes dudan sobre el valor de la palabra, y sobre todo acerca de su acción transformadora de la realidad, hay que trasladarles a situaciones y sociedades donde la palabra está restringida y controlada, allí donde hay una autoridad competente que no la soporta y la teme como el gato al agua caliente. Los impacientes y airados demoledores de la política parlamentaria, los apóstoles de la acción y denigradores de los discursos, deberían observar con atención la alta consideración que merece la palabra a los mandarines de las sociedades controladas por un poder totalitario. Allí, se evita con exquisito cuidado cualquier ocasión en la que la palabra pueda salirse del estricto control jerárquico. Todo se organiza para evitar que una súbita explosión de la libertad verbal prenda en esos ciudadanos sometidos y domesticados. De ahí que se cuide con especial esmero las visitas de los más ilustres invitados extranjeros, personajes famosos sobre los que su población puede proyectar sus frustraciones y de cuya boca pueden salir palabras como proyectiles.
Eso lo saben muy bien los actuales jerarcas del régimen comunista y capitalista chino, y no lo sabían tanto en cambio, hace veinte años, sus predecesores en Zhongnanhai (el ?compound? donde vive la nomenclatura del régimen junto a la Ciudad Prohibida) y menos todavía el régimen comunista de la República Democrática Alemana, felizmente desaparecido hace también dos décadas. En aquel entonces, la palabra transformadora salía de la boca de Mijail Gorbachev, el secretario general del Partido Comunista de la Unión Soviética que decidió reformar el sistema comunista e introducir la transparencia en la sociedad más opaca hasta entonces del mundo. Gorby estuvo en Pequín en mayo, en el momento en que la revuelta de Tian Anmen se hallaba en su punto álgido. Fue aclamado con entusiasmo por los manifestantes y su paso por las calles de Pequín era acogido con entusiasmo, de forma que su presencia se convirtió en un nuevo revulsivo contra el régimen. Lo mismo sucedió en Berlín, en octubre de 1989, cuando fue aclamado por las propias juventudes del régimen que desfilaban en una marcha nocturna para celebrar el 50 aniversario de la creación de la RDA, en una clara premonoción de la inminente caída del Muro.
La cúpula china actual ha aprendido las lecciones de 1989. Cualquier paso que pudiera dirigirse hacia la liberalización del régimen es reprimido y cualquier evento en el que la palabra pudiera desbordarse es cuidadosamente evitado y en el peor de los casos orquestado bajo su poderosa sordina. A pesar de todo, los mandarines chinos no han podido impedir que Obama dijera en su viaje a Shanghai y Pekín lo que piensa sobre los derechos humanos, la libertad de expresión o el Tibet, ni que sus palabras se colaran en los medios oficiales y llegaran al gran público. Nada que ver, sin embargo, con los grandes discursos que Obama viene pronunciando sobre los temas más candentes del mundo actual. Un régimen totalitario no admite que nadie le dé lecciones. Pero tampoco lo admite una superpotencia. En el diálogo con Pekín, la voz del elocuente presidente norteamericano suena con sordina.