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Visita a la Librería de Mala Poesía

Por 4 de febrero de 2011 Sin comentarios

Julio Ortega

 


A la Librería de Mala Poesía se entra por una puerta doble y noble que directamente lleva a la gran mesa de las antigüedades. Porque en esta librería profunda lo más importante no son las novedades (al fin y al cabo identificables como malas desde su populoso nacimiento por un mero cálculo de posibilidades), sino las viejas ediciones que el tiempo ha degradado, convirtiéndolas en curiosidad estrambótica, énfasis de estilo, o fantasma bibliográfico.
 

Sin embargo, la pulcritud elegante de esta librería reclama una suerte especial de atención, casi la reverencia del lector obediente.
 

Me detengo ante la mesa de raros, que son escasos y, por eso, menos valiosos.
 

Deduzco que esta librería demuestra la confesión casual de la peor literatura como otra divagación erudita. Y, por lo mismo, no está consagrada a la ironía correctiva ni tampoco a confirmar el buen gusto dominante. De otro modo, declara el carácter excepcional de la poesía, incluso de la muy mala.
 

Me demoro en la curiosa edición de un folleto bellamente impreso en París a fines del siglo XIX. No es exactamente un libro, aunque lo simula: parece uno de esos almanaques indistintos que hay que leer entre avisos publicitarios y consejos de salud. Es un panfleto estrafalario, que me gustaría tener, pero su precio es irrisorio, y dudo.
 

Sigo hacia la iluminada sala de las naciones, donde hay estantes severos para cada país. Llego a la sección francesa, dedicada a poetas grandes, menores y olvidados. La de Inglaterra está organizada según la dicción distrital de sus bardos. Previsiblemente, la estantería italiana sigue el vasto diccionario de los ismos. En cambio, España se distribuye de acuerdo a sus lenguas regionales, recargadas de juegos florales  y  premios en especies. Me sorprende la sección norteamericana, robusta y frecuente, dedicada a las variaciones biográficas del sujeto. Pero no hay ironía en esta exibición de lo peor de nosotros mismos; por el contrario, hay una resignación católica. Tal vez la cruda sal de la nostalgia.
 

Me asalta el temor de que ésta sea sólo en apariencia una librería. ¿No encubrirá a una sociedad secreta dedicada al culto perdido de la poesía? Reconozco esa presunción de la verdad como la pregunta que uno espera resolver con unos versos.
 

Amo la luz de Garcilaso, la vehemencia de John Donne, el fuego apagado de Baudelaire, el silabeo de Emily Dickinson. Ninguno de esos poetas está aquí, pero todo los reclama y al mismo tiempo los delata. Estoy solo en este templo vacío donde sobrevuelan los pájaros salvajes de la poesía de Vallejo.
 

Vuelvo a la alta estantería de la lengua española, y me sobresalta la desagradable sospecha de una revelación. Los delgados volúmenes se acomodan unos sobre otros, azorados, con la inocencia de su propio bochorno, brutal tipografia y títulos imposibles. Parecen escritos en el balbuceo de la sinceridad pueblerina, que fascinó a Stendhal.  Hasta los nombres de los poetas resuenan repetidos.
 

Algún lector truculento debe haber seleccionado estas secciones y estantes para probar la vida dudosa de la poesía en tiempos del mercado universal, la baba de la fama, y la amnesia. Los poemas malos, decía Darío, no acaban nunca.
 

No obstante, temo que estas evidencias escondan una certeza mayor. Y me retiro convencido de que la profusión iletrada promete la inteligencia de Wallace Stevens, el arrebato de Zanzotto, el arabesco de Celan, el ardor de René Char, el paladeo de Lezama Lima. Después de todo, me digo, el corazón del lector está más allá del bien y el mal, en el centro del lenguaje, puntual, como un animal contentadizo.
 

¡Pobre lector!, protesto y salgo, seducido por estas ominosas sirenas palpitantes que le prometen, bajo la luna de papel, una noche de margaritas y zafiros.

 

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Julio Ortega

Julio Ortega, Perú, 1942. Después de estudiar Literatura en la Universidad Católica, en Lima,  y publicar su primer libro de crítica,  La contemplación y la fiesta (1968), dedicado al "boom" de la novela latinoamericana, emigró a Estados Unidos invitado como profesor visitante por las Universidades de Pittsburgh y Yale. Vivió en Barcelona (1971-73) como traductor y editor. Volvió de profesor a la Universidad de Texas, Austin, donde en 1978 fue nombrado catedrático de literatura latinoamericana. Lo fue también en la Universidad de Brandeis y desde 1989 lo es en la Universidad de Brown, donde ha sido director del Departamento de Estudios Hispánico y actualmente es director del Proyecto Transatlántico. Ha sido profesor visitante en Harvard, NYU,  Granada y Las Palmas, y ocupó la cátedra Simón Bolívar de la Universidad de Cambridge. Es miembro de las academias de la lengua de Perú, Venezuela, Puerto Rico y Nicaragua. Ha recibido la condecoración Andrés Bello del gobierno de Venezuela en 1998 y es doctor honorario por las universidades del Santa y Los Angeles, Perú, y la Universidad Americana de Nicaragua. Consejero de las cátedras Julio Cortázar (Guadajara, México), Alfonso Reyes (TEC, Monterrey), Roberto Bolaño (Universidad Diego Portales, Chile) y Jesús de Polanco (Universidad Autónoma de Madrid/Fundación Santillana). Dirije las series Aula Atlántica en el Fondo de Cultura Económica, EntreMares en la Editorial Veracruzana, y Nuevos Hispanismos en Iberoamericana-Vervuert.  Ha obtenido los premios Rulfo de cuento (París), Bizoc de novela breve (Mallorca), Casa de América de ensayo (Madrid) y el COPE de cuento (Lima). De su crítica ha dicho Octavio Paz:"Ortega practica el mejor rigor crítico: el rigor generoso."

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