
Eder. Óleo de Irene Gracia
Jorge Volpi
El luto le sienta bien a Cristina Kirchner desde que empezó a utilizarlo tras la muerte de su esposo, el 27 de octubre de 2010, para que a nadie se le escape su doble condición de presidenta y viuda. Desde entonces, sus gestos se han vuelto más enfáticos y severos, dotados con una justa pátina de melancolía, como si cada ademán suyo dijese: debo continuar con nuestro proyecto conjunto, pero en el fondo me siento sola y devastada. Si la política exige ciertas dosis de histrionismo, en Argentina la teatralidad se exacerba; desde Perón —con Evita e Isabel como primeras actrices—, y sin dejar atrás a los milicos, toda su vida política parece sometida a estos desplantes melodramáticos, más propios de una telenovela que de un tango. Así también la agonía de Néstor Kirchner: sus funerales —que culminaron con la inauguración de un mausoleo—, estuvieron jalonados por el llanto, los desgarros histéricos, la solemnidad artificial y el mustio ensalzamiento del héroe que se repiten a lo largo de su historia.
Cristina Kirchner no es, sin embargo, sólo una buena actriz, aunque lo sea; a diferencia de sus predecesoras, su carrera se sustenta en años de actuar y sobrevivir en los entresijos del peronismo —ese jubón indefinible en el que todo cabe, un poco como el PRI de antaño—, y su ascenso no puede explicarse sólo a partir del impulso de su esposo, sino por sus propios méritos de estratega y resistente. Astuta, rápida e intensa, la presidenta ha sabido aprovechar al máximo su posición de Electra para concentrar el mayor poder posible en torno a su figura. Y lo ha logrado: hoy nadie le hace sombra.
Gracias a Cristina, el proyecto K se revela como uno de los más exitosos de la región: tres mandatos consecutivos, el del marido, la esposa y la viuda, que lograron rescatar al país de la debacle, animaron a la izquierda latinoamericana y salvaron la memoria de los represaliados, al tiempo que se acomodaban al ciclo de corrupción, culto a la personalidad y caudillismo que proclamaban combatir. Una izquierda vigorosa, sí, capaz de corregir la deriva neoliberal del menemismo, de acentuar los derechos sociales o ampliar la cobertura sanitaria, pero que no ha dudado en aliarse con los más oscuros intereses económicos, que ha dividido a la sociedad entre sus acérrimos partidarios y sus no menos ácidos detractores y que, pese a sus reformas, no ha superado los rasgos más escleróticos del peronismo.
Justo en estos días, en una más de las tenebrosas intrigas de palacio que rodean a los K, el vicepresidente Amado Boudou ha sido vinculado con una oscura trama de corrupción. Hasta ahora, la única consecuencia de este episodio que ha involucrado al juez Daniel Refacas y al procurador Esteban Righi —obligado a renunciar—, es que Boudou ha quedado descartado como posible delfín de la presidenta cuando muchos se preguntan ya por la suerte del kirchnerismo al término del último período de ésta en la Casa Rosada.
Cristina K, en fin, como el mejor ejemplo de una izquierda zigzagueante que combina un discurso profundamente ideológico con un talante práctico, y la voluntad de implementar auténticas políticas progresistas —redistribución y equidad—, con un manejo faccioso del poder, dispuesto siempre a doblegar a sus enemigos, sean éstos los dueños del grupo Clarín o los atribulados españoles de Repsol.
Más que Dilma Rouseff, siempre rotunda y eficiente; más que Evo Morales o Rafael Correa, empantanados en sus conflictos internos; e incluso más que Hugo Chávez, dominado por sus excesos y ahora por la enfermedad, quizás sea Cristina el paradigma de la izquierda latinoamericana en nuestros días. Una izquierda capaz de mejorar la vida de sus ciudadanos pero que, en su voluntad de protegerse de quienes la acosan, no duda en soslayar la corrupción y pactar con los sectores más espurios. Una izquierda que, ay, no parece estar muy lejos de la que apoya a Andres Manuel López Obrador.
Igual que Cristina, éste ha demostrado su capacidad para ser un gobernante comprometido y pragmático —no es casual que, pese a las campañas en su contra, en la ciudad de México siga encabezando las encuestas—, pero también para escudar a los individuos y grupos más oscuros que medran en los sótanos de la izquierda mexicana (con Bejarano como estandarte). Éste es, quizás, uno de los puntos más débiles de su campaña, por lo demás la mejor de todos los candidatos: está muy bien que con su república amorosa se distancie del extremismo que abrazó en la protesta poselectoral del 2006, pero —para usar el lenguaje cristiano que hoy ostenta—, frente a la probada deshonestidad de muchos de sus aliados no basta con poner la otra mejilla. Si en verdad quiere limpiar del todo su figura, debería retomar la vertiente implacable de Jesús ante los comerciantes del templo y distanciarse drásticamente de esos sectores corporativos que no han hecho otra cosa sino medrar y enriquecerse a su vera, ocultos bajo el manto de amor y paz que hoy nos ofrece su líder.
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