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Tirano(s)

Por 31 de agosto de 2014 Sin comentarios

Eder. Óleo de Irene Gracia

Jorge Volpi

Un típico país árabe, con sus desiertos poblados por beduinos, sus costas arenosas y sus atardeceres sanguinarios, sus plácidos oasis y sus abigarrados palacetes -con sus ineludibles cúpulas de oro-, sus oligarcas fatuos o corruptos y sus masas sojuzgadas y, por supuesto, sus fanáticos rebeldes dispuestos a inmolarse en la yihad. Un típico país árabe con el improbable, cuando no ridículo, nombre de Abuddín.

Luego, un típico dictador, Khaled al-Fayeed (en la correcta transliteración española, Jaled al-Fayid), tan brutal como comprometido con su patria, rodeado por su monstruosa familia: su primogénito Jamal, destinado a convertirse en su heredero, tan frágil como cruento, tan mujeriego como soberbio, y la esposa de éste, una misteriosa -y típicamente perversa- Lady Macbeth levantina, Leila; y, por último, el general Tariq, responsable del ejército y de las sucesivas olas de represión sufridas por sus habitantes. Hasta aquí, el escenario parecería calcado del Irak de Saddam Hussein si no fuera por la súbita aparición de la oveja negra de la familia: Bassam (mejor conocido como Barry), el hijo menor del tirano, el cual, luego de pasar veinte años en Estados Unidos, donde se graduó como pediatra y se casó con una rubia para procrear una típica familia estadounidense, regresa a Abuddín para asistir a la boda de su sobrino con la hija del dueño del monopolio televisivo del país.

            La premisa de Tyrant, la nueva serie creada por Gideon Raff (uno de los responsables de Homeland), producida por FX y actualmente al aire tanto en Estados Unidos como en México, radica en la confrontación entre estos dos estereotipos: la corte de Abuddín, inspirada tanto en los excesos de un sinfín de dictadores y jeques árabes como en los cuentos de las Mil noches y una noche, y una familia estadounidense normal, esto es, una pareja con dos hijos adolescentes: una chica frívola y un chico gay.

            En el capítulo piloto, observamos el primer choque entre estos dos mundos -en donde Barry/Bassam hace de puente- justo cuando el patriarca Khaled muere de pronto. A partir de aquí, la serie aspira a convertirse en un relato más sobre la lucha por el poder, al estilo de House of Cards, sin llegar a conseguirlo. Mientras Jamal asume la presidencia, Bassam se transforma en su consejero áulico. Con sus ideales típicamente estadounidenses, éste se dedicará entonces a tratar de educar a su violento hermano en los valores de la democracia y la libertad. La tarea no se revelará, evidentemente, sencilla, y nuestro héroe, en su afán por modernizar a su país, descubrirá que "para cocinar un omelette hay que romper varios huevos" y que sus buenas intenciones no sólo se verán traicionadas por su iracundo hermano, sino que su "intervención humanitaria" provocará decenas de muertes.

            Como metáfora de la invasión de Irak y del fracaso estadounidense a la hora de imponer allí una democracia por la fuerza, Tyrant se queda corta: por más que Barry/Bassam tenga que ensuciarse las manos y, por tanto, se convierta en otro de esos antihéroes que tanto encandilan a las audiencias televisivas hoy en día (con Tony Soprano y Walter White como epítomes), su papel como representante de la civilización -así sea corrupta- frente a la barbarie de Abuddín no hace sino confirmar todos los prejuicios occidentales frente al mundo árabe. Si acaso el deseo de sus creadores fue acercar esa realidad ajena a cada hogar estadounidense, no han hecho más que reforzar los peores prejuicios sobre esta parte del mundo, reiterando la costumbre que Edward Said estudió en su célebre Orientalismo (1978). Para muestra, un botón: mientras que Barry/Bassam se expresa en un inglés perfecto -de hecho, con un inverosímil dejo británico-, todos los demás, incluido el carismático actor árabe-israelí Ashraf Barhom (Jamal), lo hacen en un inglés quebrado por más que se suponga que están hablando en árabe.

Desde luego, sus productores no podían prever que el estreno de Tyrant coincidiría con el auge del terrorismo radical del Estado Islámico de Irak y de Levante o con la lamentable incursión israelí en Gaza -dos pruebas del fracaso de Estados Unidos en Medio Oriente-, pero su superficial y unívoco retrato del mundo árabe en poco contribuirá a que una comunidad tan variada -que va de Marruecos a Irak y de Líbano a Yemén, y en la que conviven radicales con moderados y musulmanes con cristianos- no termine una vez más identificada sólo con los pedestres y malévolos dirigentes de Abuddín. 

 

Twitter: @jvolpi

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Jorge Volpi

Jorge Volpi (México, 1968) es autor de las novelas La paz de los sepulcrosEl temperamento melancólicoEl jardín devastadoOscuro bosque oscuro, y Memorial del engaño; así como de la «Trilogía del siglo XX», formada por En busca de Klingsor (Premio Biblioteca Breve y Deux-Océans-Grinzane Cavour), El fin de la locura y No será la Tierra, y de las novelas breves reunidas bajo el título de Días de ira. Tres narraciones en tierra de nadie. También ha escrito los ensayos La imaginación y el poder. Una historia intelectual de 1968La guerra y las palabras. Una historia intelectual de 1994 y Leer la mente. El cerebro y el arte de la ficción. Con Mentiras contagiosas obtuvo el Premio Mazatlán de Literatura 2008 al mejor libro del año. En 2009 le fueron concedidos el II Premio de Ensayo Debate-Casamérica por su libro El insomnio de Bolívar. Consideraciones intempestivas sobre América Latina a principios del siglo XXI, y el Premio Iberoamericano José Donoso, de Chile, por el conjunto de su obra. Y en enero de 2018 fue galardonado con el XXI Premio Alfaguara de novela por Una novela criminal. Ha sido becario de la Fundación J. S. Guggenheim, fue nombrado Caballero de la Orden de Artes y Letras de Francia y en 2011 recibió la Orden de Isabel la Católica en grado de Cruz Oficial. Sus libros han sido traducidos a más de veinticinco lenguas. Sus últimas obras, publicadas en 2017, son Examen de mi padre, Contra Trump y en 2022 Partes de guerra.

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