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Sin voz

Por 27 de julio de 2014 Sin comentarios

Eder. Óleo de Irene Gracia

Jorge Volpi

Primero, los miles de niños centroamericanos que, tras ser vejados en nuestro territorio, han intentado cruzar la frontera sólo para terminar hacinados en hechizos campos de detención. Luego, los (hasta ahora) 147 niños asesinados en Gaza durante la ofensiva israelí contra Hamás. A continuación, el niño asesinado en Puebla por una cápsula lacrimógena durante los enfrentamientos entre la policía y los manifestantes de San Bernardino Chalchihuapan. Y, por último, los cientos de niños que vivían en condiciones miserables, más cercanas a las de un reformatorio que a las de un albergue, en La Gran Familia, el orfanato regenteado por Rosa Verduzco ostentosamente desmantelado por fuerzas estatales y federales en Zamora, Michoacán, hace unos días.

El término "infante" deriva de la voz latina infans, suma de la partícula privativa in- y del participio del verbo for: es decir, aquel que es mudo, aquel que no puede hablar. Y así ha sido a lo largo de estas turbias semanas: mientras nosotros no nos cansamos de hablar de ellos, de hablar por ellos, de defenderlos o de justificar los abusos en su contra, todos estos niños permanecen mudos, o peor, hablan pero nos resistimos a oírlos, preferimos elaborar mil teorías y justificaciones para limar los maltratos que han padecido, para olvidar sus sufrimientos o sus muertes, para aplacar nuestras conciencias.

En la frontera, los niños migrantes son tratados como criminales sólo porque quieren reunirse con sus padres, porque aspiran a una vida mejor, y se les interna en jaulas, auténticas jaulas en improvisados galerones, porque nadie los quiere cerca, porque familias, sí, familias enteras en Texas se han manifestado para que esa plaga no se aproxime a ellos, y el gobernador Perry incluso ha llamado a la Guardia Nacional, el ejército del país más poderoso del mundo, a luchar contra esta amenaza, esta legión de niños indeseables, niños cuyas historias nadie escucha, niños silenciados, niños invisibles. 

En Gaza, los niños muertos son daños colaterales -nuestro eufemismo favorito aunque ya apenas enmascare-, o víctimas de sus propios padres terroristas, o al menos de sus padres que han votado por los terroristas -el argumento del estado de Israel-, y poco importa que sean inocentes, porque su inocencia es un incómodo pretexto, o que algunos de ellos sólo estuviesen jugando en una playa, o que Yunis Baker, quien sobrevivió al resto de su familia, en verdad se haya vuelto mudo tras observar las muertes de sus hermanos. Porque mientras nosotros seguimos hablando y condenando o justificando la Operación Margen Protector, otros niños, cuyos nombres jamás recordaremos, seguirán hablando y muriendo sin que los oigamos.

En Puebla, una ley apoyada por todos los grandes partidos permite el uso de la fuerza para contener las protestas cívicas, y entonces en los combates entre las comunidades que bloquean la carretera y los policías enviados para desalojarlas, otra vez un niño es la víctima colateral, José Luis Tehuatlie, hagamos un esfuerzo por recordar su nombre, por memorizar su nombre, quien muere a causa de una inocua bala de goma, un proyectil que primero lo vuelve un vegetal y luego lo mata. Y nosotros seguimos hablando, o firmando manifiestos -para apoyar a Mamá Rosa, por ejemplo-, mientras ese niño en efecto ya no podrá hablar más nunca.

Y luego están esos niños rescatados de la calle por uno de esos líderes carismáticos que tanto encandilan a los intelectuales, quien los mantenía encerrados en un correccional -otro de esos espacios cerrados de poder descritos por Foucault-, sometidos a su arbitrio y sus arbitrariedades, sin que nadie, ni el estado ni sus ilustres visitantes, se dieran jamás a la tarea de escucharlos, de oír sus quejas o sus dolores, porque era mejor alabar la piadosa labor de Mamá Rosa, esa mujer dispuesta a hacer lo que nadie quiere hacer, aunque eso represente el heroico -y demencial- propósito de tener una familia de 4 mil niños adoptados a su nombre.

Poco importa que Mamá Rosa en realidad haya creado un régimen autoritario en miniatura, bajo las mismas premisas de cualquier dictador amoroso -de Castro a Chávez-, porque lo que importaba era que nosotros, todos nosotros, pudiésemos hablar de ella, y de nuestras buenas intenciones compartidas, y de nuestra amistad con la Líder Suprema, y de la confianza que nos otorgaba la Líder Suprema, mientras los niños, sus niños, hablaban sin que nadie los oyera y sin que nadie, aún hoy, esté dispuesto a oírlos.   

 

Twitter: @jvolpi

 

 

 

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Jorge Volpi

Jorge Volpi (México, 1968) es autor de las novelas La paz de los sepulcrosEl temperamento melancólicoEl jardín devastadoOscuro bosque oscuro, y Memorial del engaño; así como de la «Trilogía del siglo XX», formada por En busca de Klingsor (Premio Biblioteca Breve y Deux-Océans-Grinzane Cavour), El fin de la locura y No será la Tierra, y de las novelas breves reunidas bajo el título de Días de ira. Tres narraciones en tierra de nadie. También ha escrito los ensayos La imaginación y el poder. Una historia intelectual de 1968La guerra y las palabras. Una historia intelectual de 1994 y Leer la mente. El cerebro y el arte de la ficción. Con Mentiras contagiosas obtuvo el Premio Mazatlán de Literatura 2008 al mejor libro del año. En 2009 le fueron concedidos el II Premio de Ensayo Debate-Casamérica por su libro El insomnio de Bolívar. Consideraciones intempestivas sobre América Latina a principios del siglo XXI, y el Premio Iberoamericano José Donoso, de Chile, por el conjunto de su obra. Y en enero de 2018 fue galardonado con el XXI Premio Alfaguara de novela por Una novela criminal. Ha sido becario de la Fundación J. S. Guggenheim, fue nombrado Caballero de la Orden de Artes y Letras de Francia y en 2011 recibió la Orden de Isabel la Católica en grado de Cruz Oficial. Sus libros han sido traducidos a más de veinticinco lenguas. Sus últimas obras, publicadas en 2017, son Examen de mi padre, Contra Trump y en 2022 Partes de guerra.

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