
Eder. Óleo de Irene Gracia
Jorge Volpi
La casa que habita Fernando Vallejo en la ciudad de México desde hace cuatro décadas en nada recuerda a la idílica y endemoniada Casablanca en torno a la cual gira su novela más reciente. Ubicado en plena colonia Condesa, un apacible barrio de clase media hoy transformado en una atestada y ruidosa sucesión de restaurantes, bares y boutiques, el luminoso apartamento se abre a la arboleda de Ámsterdam, la excéntrica calle circular que aún guarda el antiguo trazo del hipódromo que alguna vez estuvo aquí. Presidido por un espléndido piano de cola, y con la presencia imperturbable de una hermosa perra de pelambre dorado, es una especie de remanso venido de otro tiempo, como si Vallejo hubiese sido capaz de conservar la paz que debió prevalecer en la zona cuando se instaló aquí a su llegada a México. Y, sin embargo, parece haber un nexo claro entre esta lugar y la Casablanca de Medellín: en ambos casos es la nostalgia, y la burda inutilidad de la nostalgia, el rasgo que predomina en una y otra. Porque, más allá de las rabiosas peroratas que el narrador despliega en sus páginas -marca de la casa-, Casablanca la Bella no sólo es una despiadada crónica de la banalidad que enfrenta cualquier proyecto humano, se trate de la inagotable remodelación de una finca o la escritura de una novela, sino una emotiva oda a la infancia y el tiempo perdidos.
"Sólo somos nuestros recuerdos", me dice Vallejo.
"¿Y acaso el novelista tiene más herramientas para entender el pasado?", le pregunto.
"Los novelistas no tienen por qué entender", me rebate, "los novelistas tienen que hacer sentir".
"Toda novela es esencialmente una construcción mental", le digo, "pero en tu caso es más claro: parece que todo ocurre en la mente del narrador."
"Hace años resolví escribir siempre en primera persona. Siempre hay alguien que dice yo, y que no es un narrador omnisciente, que no está metido en la mente de otros personajes, que no sabe las historias o las biografías de los otros personajes. La novela en tercera persona no va para ningún lado, ya dio lo que tenía que dar. Balzac, Dickens, Dostoievski o Zolá no me dicen nada, no me llegan al corazón; me llega el que me habla desde el yo."
Y, de pronto, Vallejo ofrece un atisbo de su poética: "¿Cómo meter en un libro de 180 páginas toda la realidad? Meter toda la realidad es una locura, una empresa desmesurada, disparatada. Pero es que de eso es de lo que se trata: de hacer lo que no ha hecho la literatura hasta ahora, desde La Ilíada o La Odisea, desde el Ramayana y el Majábharata, meter la complejidad de la vida, la complejidad del hombre, la complejidad de la realidad, en una novela. Porque nunca el hombre tuvo un mundo tan complejo como el nuestro. ¿Cómo hacerlo? Yo no sé, yo tanteo en la oscuridad, doy palos de ciego; no sé, pero lo intento…"
"En esta novela parece que la voz unívoca del yo no te basta, y ese yo se desdobla en estas otras voces con las que dialogas."
"Primero escribí cinco libros autobiográficos, reunidos luego en El río del tiempo, pero después me di cuenta de que debía ir por otro lado. Por ejemplo, en La rambla paralela, que pasa en Barcelona durante una feria del libro en la que Colombia es el país invitado, aparece un personaje que habla de mí en tercera persona, y después otro que habla de él, como en una cajita china, metidos uno dentro de otro. Y luego de eso empecé a decir algo que desde hace muchos libros quiero decir: que yo ya me morí."
"En Casablanca la bella, el narrador incorpora nuevos nombres a su lista de fallecidos, como en un Libro de los Muertos."
"Es cierto, yo tengo una libreta en donde los anoto a todos. Hoy anoté a uno que me dijeron que acaba de morir anoche. Voy acercándome a los ochocientos."
"Y, además de los muertos, las voces de los animales."
"Yo quiero mucho a los animales, es el sentimiento más claro yo tengo en la vida, mi amor por ellos. Son nuestros prójimos; los defiendo y siento que, si la humanidad no los ve así, no tiene moral. Las ratas, en este libro mío, empezaron como una maldición en una casa que se derrumba, pero al final traían la luz desde las alcantarillas."
"Y le otorgan a tu novela un carácter de fábula, como en Fedro."
"Pero los animales hablan desde siempre, ¡igual que los muertos!"
"Y son los animales más despreciados por el ser humano quienes te permiten ver la inutilidad del proyecto."
"La casa es el proyecto de todo ser humano", reflexiona. "Tú puedes querer que el proyecto de tu vida sea hacer una casa muy bonita, ¿no es cierto?, o ser el presidente de México o el presidente de Colombia o el Papa del catolicismo. Tú armas el proyecto que sea, y todos los proyectos están condenados al mismo fracaso, a desaparecer con la muerte, a que se los lleve el viento, a ser borrados; son todos tan inútiles como la casa de Casablanca, la bella, que va hacia el derrumbe, a que se la lleve el viento y el olvido."
"Y, para destruir toda esperanza, te vales de recursos retóricos como la oratoria sagrada", apunto.
"Es que la mejor forma de destruir la religión es con un sermón", dice Vallejo con una sonrisa, sabiendo que se acerca a uno de los temas que más lo apasionan: la crítica de la Iglesia. "La religión la destruimos con un sermón, pero conociéndola desde dentro. Hay enemigos que, si uno no los conoce desde dentro, no los puede destruir. Y yo a la Iglesia la conozco desde dentro, y digo que es mi enemigo porque quiero a los animales y ella es la principal causante en Occidente de que sean vilipendiados y despreciados y atormentados y asesinados. Mis dos grandes temas son mi amor por los animales y mi odio por la Iglesia. La Iglesia es infame; los animales son inocentes; la Iglesia es malvada y perversa, como los políticos."
"En la novela predomina la nostalgia hacia un Medellín que ya no existe."
"Es el Medellín de la infancia ligado a la Iglesia, y a la entronización del Corazón de Jesús en la casa, que es hacia dónde va el libro. El personaje detesta a la Iglesia, pero entroniza el Corazón de Jesús en su casa."
"Y, ¿existe esa casa en Medellín?"
"Sí, la hice y fue un éxito: quedó perfecta porque me la hizo mi hermano Carlos, que es un hombre muy práctico que está en el mundo de la realidad mientras yo estoy en el mundo de la ficción y del ensueño y de las ilusiones y de lo vaporoso. A mí no me importaba la casa, pero me dio un libro que no había podido escribir."
"Me parece que la novela conserva cierto optimismo", insisto.
"Optimismo no, porque al optimismo lo destruye la razón. Todos vemos que vamos hacia una guerra nuclear, que esto es un desastre, que esto es la mentira, que esto es un mundo en manos de impostores y de charlatanes. Pero si algo me genera un poco de felicidad, es todo lo que importa. He tenido momentos de felicidad, y a lo mejor más que la mayoría, porque tuve muchos en la infancia, cuando en general la infancia es miserable. La mía fue alegre dentro de lo que cabe; ya después la retraté como un infierno por lo que tenía de infierno, pero también tenía algo de paraíso que se fue; se quedó atrás, se quedó atrás mi juventud, se quedó atrás el país de mi juventud, el país de mi niñez, la ciudad de mi niñez, la ciudad de mi juventud, este México mismo que yo conocí cuando llegué ya se quedó tan atrás, está tan lejano."
Casablanca: la casa que el narrador admiraba, y acaso envidiaba, desde la ventana de Casaloca, la casa de sus padres. La casa que quiso comprar y remodelar como si fuera posible remodelar el tiempo para volver a la infancia. Al decirlo, Vallejo permanece inmóvil, sereno, casi sonriente en su otra casa, su casa de la Condesa: "Llegué a México hace cuarenta y dos años, y llevo casi todos en esta misma casa, en este mismo departamento."
La casa de la nostalgia.
Publicado en "Babelia" de El País, 1 de febrero, 2014