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Excepción permanente

Por 23 de diciembre de 2017 Sin comentarios

Jorge Volpi

Los romanos de los albores de la República lo llamaban iustitium: el momento en que, ante una grave amenaza pública, el derecho quedaba en suspenso. Era, en otras palabras, una institución que ponía entre paréntesis a las demás instituciones cuando era necesario tomar medidas urgentes sin pasar por el lento andamiaje de la ley. Conjurado el peligro, se regresaba a la normalidad. Desde aquellos lejanos tiempos, el poder constituido siempre ha querido valerse de este mecanismo para asegurar su permanencia. El estado de sitio como preludio de la dictadura.

            Al menos desde principios del siglo XX, esta medida extrema se ha convertido, cada vez con más frecuencia, en cotidiana. Y no sólo en los totalitarismos, sino en nuestras democracias. "¿Qué significa vivir en un estado de excepción permanente?", se pregunta Giorgio Agamben, el filosofo que mejor ha estudiado esta propensión moderna. Su respuesta debería darnos escalofríos: la sujeción voluntaria a una violencia institucionalizada. En otras palabras: la instauración de una "guerra civil legal" disfrazada de "necesidad de preservar la seguridad pública".

            El 28 de febrero de 1933, Hitler publicó su Decreto para la protección del pueblo y del estado: su objetivo, volver permanente el estado de excepción, otorgándose todos los poderes para hacer lo que le vino en gana con las instituciones. El resultado es de sobra conocido: la mayor guerra de la historia y millones de vidas perdidas. Aunque el ejemplo nos parezca lejano y acaso exagerado a los mexicanos de 2017, no deberíamos olvidarlo.

            En diciembre de 2006, hace justo once años, el presidente Felipe Calderón ordenó el primero de los operativos conjuntos para combatir lo era que, según él, una terrible amenaza a la seguridad del estado. El lanzamiento de lo que él mismo llamó "guerra contra el narco" significó lanzar al ejército, de manera habitual, a labores de policía: búsqueda y persecución de criminales, trabajos de inteligencia y pacificación -o más bien militarización- de vastas zonas del país.

            El resultado de esta estrategia ha sido lo que Agamben llama una "guerra civil legal": cientos de miles de muertos, desaparecidos y desplazados, además de un sinfín de violaciones a los derechos humanos perpetradas por los distintos cuerpos de seguridad involucrados en la lucha. Hasta ese 2006, nuestras fuerzas armadas gozaban de un prestigio inédito en América Latina debido a su involucramiento en catástrofes naturales; desde que Calderón las involucró en su guerra, esta percepción se desplomó en cuanto se hicieron evidentes sus abusos y la corrupción que se incrusta en todos los cuerpos que combaten al narcotráfico.

            A nadie debería extrañar que sean los militares, cada vez más incómodos ante una tarea que nunca quisieron -y paradójicamente cada vez más poderosos debido a ello-, quienes ahora más presionen a las autoridades civiles para que voten la Ley de Seguridad Interior: un instrumento no destinado tanto a regular su actuación, como a protegerlas frente a un cúmulo de denuncias por violaciones a derechos humanos. En términos absolutos, el ordenamiento vuelve permanente y legal el estado de excepción instaurado en el sexenio anterior.

            No es de extrañar que la ONU, la CNDH, decenas de universidades, cientos de académicos y todas las organizaciones no gubernamentales serias se opongan a ella. Más allá de que ninguno de los aparentes controles incluidos en el texto garantiza que el ejecutivo no se aprovechará de este ordenamiento, normaliza esa fracasada y torva guerra civil legal que, en términos del mismo Agamben, significa "la eliminación física no sólo de adversarios políticos, sino de categorías completas de ciudadanos que por cualquier razón resultan no integrables en el sistema político".

            Si el PRI y el PAN -o los sectores calderonistas del PAN- consiguen aprobarla, contribuirán a la consolidación del autoritarismo en nuestro país. Otra vez Agamben: "Cuando el estado de excepción se convierte en regla, se transforma en una máquina letal".  

 

@jvolpi

             

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Jorge Volpi

Jorge Volpi (México, 1968) es autor de las novelas La paz de los sepulcrosEl temperamento melancólicoEl jardín devastadoOscuro bosque oscuro, y Memorial del engaño; así como de la «Trilogía del siglo XX», formada por En busca de Klingsor (Premio Biblioteca Breve y Deux-Océans-Grinzane Cavour), El fin de la locura y No será la Tierra, y de las novelas breves reunidas bajo el título de Días de ira. Tres narraciones en tierra de nadie. También ha escrito los ensayos La imaginación y el poder. Una historia intelectual de 1968La guerra y las palabras. Una historia intelectual de 1994 y Leer la mente. El cerebro y el arte de la ficción. Con Mentiras contagiosas obtuvo el Premio Mazatlán de Literatura 2008 al mejor libro del año. En 2009 le fueron concedidos el II Premio de Ensayo Debate-Casamérica por su libro El insomnio de Bolívar. Consideraciones intempestivas sobre América Latina a principios del siglo XXI, y el Premio Iberoamericano José Donoso, de Chile, por el conjunto de su obra. Y en enero de 2018 fue galardonado con el XXI Premio Alfaguara de novela por Una novela criminal. Ha sido becario de la Fundación J. S. Guggenheim, fue nombrado Caballero de la Orden de Artes y Letras de Francia y en 2011 recibió la Orden de Isabel la Católica en grado de Cruz Oficial. Sus libros han sido traducidos a más de veinticinco lenguas. Sus últimas obras, publicadas en 2017, son Examen de mi padre, Contra Trump y en 2022 Partes de guerra.

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