Jorge Volpi
Los romanos de los albores de la República lo llamaban iustitium: el momento en que, ante una grave amenaza pública, el derecho quedaba en suspenso. Era, en otras palabras, una institución que ponía entre paréntesis a las demás instituciones cuando era necesario tomar medidas urgentes sin pasar por el lento andamiaje de la ley. Conjurado el peligro, se regresaba a la normalidad. Desde aquellos lejanos tiempos, el poder constituido siempre ha querido valerse de este mecanismo para asegurar su permanencia. El estado de sitio como preludio de la dictadura.
Al menos desde principios del siglo XX, esta medida extrema se ha convertido, cada vez con más frecuencia, en cotidiana. Y no sólo en los totalitarismos, sino en nuestras democracias. "¿Qué significa vivir en un estado de excepción permanente?", se pregunta Giorgio Agamben, el filosofo que mejor ha estudiado esta propensión moderna. Su respuesta debería darnos escalofríos: la sujeción voluntaria a una violencia institucionalizada. En otras palabras: la instauración de una "guerra civil legal" disfrazada de "necesidad de preservar la seguridad pública".
El 28 de febrero de 1933, Hitler publicó su Decreto para la protección del pueblo y del estado: su objetivo, volver permanente el estado de excepción, otorgándose todos los poderes para hacer lo que le vino en gana con las instituciones. El resultado es de sobra conocido: la mayor guerra de la historia y millones de vidas perdidas. Aunque el ejemplo nos parezca lejano y acaso exagerado a los mexicanos de 2017, no deberíamos olvidarlo.
En diciembre de 2006, hace justo once años, el presidente Felipe Calderón ordenó el primero de los operativos conjuntos para combatir lo era que, según él, una terrible amenaza a la seguridad del estado. El lanzamiento de lo que él mismo llamó "guerra contra el narco" significó lanzar al ejército, de manera habitual, a labores de policía: búsqueda y persecución de criminales, trabajos de inteligencia y pacificación -o más bien militarización- de vastas zonas del país.
El resultado de esta estrategia ha sido lo que Agamben llama una "guerra civil legal": cientos de miles de muertos, desaparecidos y desplazados, además de un sinfín de violaciones a los derechos humanos perpetradas por los distintos cuerpos de seguridad involucrados en la lucha. Hasta ese 2006, nuestras fuerzas armadas gozaban de un prestigio inédito en América Latina debido a su involucramiento en catástrofes naturales; desde que Calderón las involucró en su guerra, esta percepción se desplomó en cuanto se hicieron evidentes sus abusos y la corrupción que se incrusta en todos los cuerpos que combaten al narcotráfico.
A nadie debería extrañar que sean los militares, cada vez más incómodos ante una tarea que nunca quisieron -y paradójicamente cada vez más poderosos debido a ello-, quienes ahora más presionen a las autoridades civiles para que voten la Ley de Seguridad Interior: un instrumento no destinado tanto a regular su actuación, como a protegerlas frente a un cúmulo de denuncias por violaciones a derechos humanos. En términos absolutos, el ordenamiento vuelve permanente y legal el estado de excepción instaurado en el sexenio anterior.
No es de extrañar que la ONU, la CNDH, decenas de universidades, cientos de académicos y todas las organizaciones no gubernamentales serias se opongan a ella. Más allá de que ninguno de los aparentes controles incluidos en el texto garantiza que el ejecutivo no se aprovechará de este ordenamiento, normaliza esa fracasada y torva guerra civil legal que, en términos del mismo Agamben, significa "la eliminación física no sólo de adversarios políticos, sino de categorías completas de ciudadanos que por cualquier razón resultan no integrables en el sistema político".
Si el PRI y el PAN -o los sectores calderonistas del PAN- consiguen aprobarla, contribuirán a la consolidación del autoritarismo en nuestro país. Otra vez Agamben: "Cuando el estado de excepción se convierte en regla, se transforma en una máquina letal".
@jvolpi