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Dos crímenes

Por 24 de agosto de 2014 Sin comentarios

Eder. Óleo de Irene Gracia

Jorge Volpi

La primera muerte. Un joven de 18 años visita a su abuela en la ciudad dormitorio de Ferguson, en el norte de San Luis, Misuri. Como la mayor parte de los habitantes de su barrio, Michael Brown es negro y de escasos recursos. Ha terminado la preparatoria y está a punto de ingresar a Vatterot College. Según informaciones reveladas por la policía tras el incidente -lo que sus familiares y vecinos denunciaron como un torpe intento de justificación-, el muchacho pudo haber participado en el robo de cigarros minutos antes de toparse con el oficial Darren Wilson. Brown no tenía, hasta el momento, antecedentes penales. En cualquier caso, Wilson no estaba al tanto del supuesto hurto cuando disparó contra el muchacho. Seis veces. Cuatro en el cuerpo y dos en la cabeza, según la autopsia. El chico estaba, sin duda, desarmado.

            La segunda muerte. Un fotorreportero de 41 años de Rochester, NH. Después de colaborar distintos medios, James Foley empezó una carrera independiente que lo llevó a los escenarios bélicos más peligrosos del planeta. Ávido por documentarlos, en 2011 se adentró en Libia y fue detenido por fuerzas leales a Gadafi, las cuales no dudaron en asesinar a uno de sus colegas, Anton Hammerl. Foley permaneció 44 días en cautiverio. Una vez liberado, volvió a trabajar para GlobalPost y France Presse. En 2011 fue capturado en el noroeste de Siria cuando seguía la pista de otros periodistas secuestrados. Aquí las informaciones se tornan confusas: hay quien afirma que fue detenido por fuerzas leales a Bachar el-Assad y entregado al ISIS, el Estado Islámico de Irak y de Levante. En 2014, apareció un primer video: los yihadistas lo obligaban a pedir el cese de los bombardeos estadounidenses. Días después, otro: luego de que su gobierno se negase a pagar por su rescate, Foley fue decapitado.  

Dos muertes innecesarias. Dos muertes criminales. Dos muertes inútiles. Michael Brown y James Foley. Dos muertes que, de la manera más brutal posible, ponen en evidencia dos monumentales fracasos de Estados Unidos como nación y como potencia global. Cuando Barack Obama ganó las elecciones, se convirtió en un símbolo doble: el primer negro en llegar a la presidencia y el carismático orador que prometía sacar a su patria de las desastrosas campañas militares decretadas por su predecesor. Pero los símbolos difícilmente alteran la realidad.

Seis años después de la elección de Obama, las protestas por el asesinato de Michael Brown, y a continuación los brutales enfrentamientos entre los pobladores y la policía de Ferguson, ponen en evidencia que el problema racial en Estados Unidos no se ha cancelado sólo porque un negro hoy ocupe la presidencia. En esas depauperadas zonas del Medio Oeste, los negros siguen teniendo niveles de vida muchos peores que los blancos. La mayor parte de los internos en las cárceles son negros. La mayor parte de los criminales condenados a la pena capital son negros. Y las esperanzas de una vida mejor de la mayor parte de la población negra no han hecho más que descender.

Seis años después de la elección de Obama, Irak vuelve a ser un polvorín. Nadie duda de que Saddam Hussein era un dictador brutal, pero George W. Bush ordenó la invasión aduciendo los eventuales contactos de éste con Al Qaeda y otros grupos radicales. Lo cierto es que, si en 2002 apenas había yihadistas en Irak, la guerra los llevó allí, donde ahora no sólo controlan importantes zonas del país, sino que se han vuelto aún más cruentos y radicales. En otras palabras: la infausta incursión estadounidense en Irak provocó justo lo que se proponía evitar.

Por supuesto, Obama no es el culpable de este doble fracaso. La dinámica social -y racial- de las zonas más pobres de país, por un lado, y la imprevisión y la hubris de los republicanos en su aventura levantina, por el otro, han acabado por ser mucho más poderosos que las edificantes palabras del primer presidente negro. Lo terrible es que, si hace seis años parecía que su admirable retórica podría cambiar el mundo, hoy quedan pocas esperanzas de que sea así. Más allá de su paulatina recuperación económica tras la Gran Recesión, Estados Unidos se halla sumido en una devastadora crisis. Un país cada vez más incapaz de resolver los problemas de sus habitantes más desfavorecidos -para empezar, millones de afroamericanos e inmigrantes sin papeles- y de recomponer esa zona del mundo que, debido a su infausta incursión, se ha vuelto más fanática y violenta que nunca.

 

Twitter: @jvolpi

 

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Jorge Volpi

Jorge Volpi (México, 1968) es autor de las novelas La paz de los sepulcrosEl temperamento melancólicoEl jardín devastadoOscuro bosque oscuro, y Memorial del engaño; así como de la «Trilogía del siglo XX», formada por En busca de Klingsor (Premio Biblioteca Breve y Deux-Océans-Grinzane Cavour), El fin de la locura y No será la Tierra, y de las novelas breves reunidas bajo el título de Días de ira. Tres narraciones en tierra de nadie. También ha escrito los ensayos La imaginación y el poder. Una historia intelectual de 1968La guerra y las palabras. Una historia intelectual de 1994 y Leer la mente. El cerebro y el arte de la ficción. Con Mentiras contagiosas obtuvo el Premio Mazatlán de Literatura 2008 al mejor libro del año. En 2009 le fueron concedidos el II Premio de Ensayo Debate-Casamérica por su libro El insomnio de Bolívar. Consideraciones intempestivas sobre América Latina a principios del siglo XXI, y el Premio Iberoamericano José Donoso, de Chile, por el conjunto de su obra. Y en enero de 2018 fue galardonado con el XXI Premio Alfaguara de novela por Una novela criminal. Ha sido becario de la Fundación J. S. Guggenheim, fue nombrado Caballero de la Orden de Artes y Letras de Francia y en 2011 recibió la Orden de Isabel la Católica en grado de Cruz Oficial. Sus libros han sido traducidos a más de veinticinco lenguas. Sus últimas obras, publicadas en 2017, son Examen de mi padre, Contra Trump y en 2022 Partes de guerra.

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