Félix de Azúa
Los efectos especiales han aplastado la imaginación de los escenaristas. El exceso técnico mata la creatividad como ha demostrado Frank Ghery, arquitecto que no ha construido un sólo edificio sino un programa informático para la construcción de diez millones de edificios todos iguales entre sí.
Cuando no existían medios técnicos tan apabullantes, los creadores tenían que exprimirse las meninges. He aquí un ejemplo modestísimo, de un género artístico menor, la comedia musical, pero representativo: es un número de la revista que el Casino de París estrenó en 1951.
Todo el escenario figuraba un gigantesco motor de automóvil. En aquella época las máquinas, especialmente las italianas, eran objetos preciosos y muy admirados, algo así como los futbolistas actuales. Las coristas, vestidas de bugías, salían en abanico de los cilindros en espasmódico vaivén y se distribuían geométricamente por el tablado. Bailaban entonces un frenético claqué que levantaba una nube de chispas del suelo metálico a modo de polvo de estrellas. La música imitaba la aceleración de una máquina similar al soberbio Alfa Romeo con el que Juan Manuel Fangio había ganado el Grand Prix de España, en el circuito de Pedralbes, ese mismo año.
En las comedias musicales actuales, los efectos técnicos son avasalladores pero aburridos. Los hemos visto ya mil veces en la publicidad, en las cintas de acción, en el cine de animación. Están machacados. Es insoportable ver volar por los aires, una vez más, a Tom Cruise mientras se derrumba el puente de Brooklyn, sube un volcán de llamas del camión cisterna incendiado y estalla un helicóptero sobre su cabeza, todo al mismo tiempo y con el rostro de Cruise (bizco) en primer plano. ¡Qué contraste con las Gold Diggers de Busby Berkeley, evolucionando como una composición suprematista en busca de la perfección cristalográfica!
Las muchachas que soltaban chispas en el Casino de París en 1951 fascinaron a Roger Nimier, excelente escritor hoy totalmente olvidado y autor de una de las más típicas frases de su generación: “Desde que todo el mundo participa en ella, la guerra se ha desacreditado muchísimo”.
Fangio amaba sus máquinas: “Cada vez que llegábamos en primer lugar, era para mí una satisfacción compartida. Incluyo al auto porque yo nunca lo consideré un medio para conseguir un fin, sino una parte mía. Siempre pensé que yo formaba parte del auto, así como la biela y el pistón”.
También Nimier era un fanático de los bólidos. Se mató al volante de un Aston Martin DB4, en 1962, a los 36 años de edad.