Félix de Azúa
El Museo Cantonal de Bellas Artes de Lausana está en el Palais de Rumine, un espanto historicista, imitación del Palacio Pitti, con dos columnas gigantescas en la entrada tan grandes como las de los dogos venecianos, pero con esfinges en lugar de leones. El interior es inenarrable. Allí penetro fieramente, dispuesto a todo.
El encargado del museo me atiende a la entrada. Está desolado. Es un hombre de unos sesenta años, alto, con un hermoso bigote Bismark, bien trajeado y toda la pinta de ser un excelente pescador de caña.
Pregunto por la colección y en especial por un paisaje de Marquet que me ha traído hasta aquí. El funcionario se desuela, como dice Carlos Albisu; es decir, abate los brazos, alza los hombros, mira al suelo y luego al techo, pone los ojos en blanco, en fin, hace el número completo de María Magdalena. Y me entrega un cataloguillo. Es una retrospectiva de Tom Burr titulada «Extrospective» para evitar términos vulgares.
“!Se lo han llevado todo, caballero! !Todo, incluido el precioso género de Marquet! ¡Todo empaquetado, todo a los almacenes! En su lugar han puesto ESTO”.
Señala algunas piezas de la primera sala. Son las cosas habituales de Burr, cadenas, cueros, gomas, hierros… El encargado compone un gesto de emperador romano indicando las ruinas de Palmira.
“No se preocupe (le digo para consolarle), no importa. También hay que mostrar las producciones actuales. Y veo que proyectan una película de Kenneth Anger. Es interesante”.
“¿Interesante? ¿En verdad? Como desee el caballero. Yo diría, yo diría… En fin, yo diría muchas cosas, pero no me está permitido. Tengo mi responsabilidad, ¿sabe usted? En la república confederal todos somos soldados. Pero imagine mi posición. Soy yo quien recibe a los visitantes, ¿comprende? Y quien da las explicaciones, ¿verdad? ¿De dónde viene usted, si no es indiscreción?”.
“De Ouchy”.
“Espléndido lugar. Magnífico panorama”.
Hablamos un rato sobre los hoteles favoritos de los zares de Rusia. Tiempos aquellos. Me despido y voy saliendo, cuando me llama discretamente y se acerca con cierto nerviosismo.
“No ha perdido el tiempo, caballero. He tenido una gran idea. Cruce la plaza y entre en la Brasserie Le Vaudois. Hoy tienen caquelon de vigneron. Que pase usted muy buen día”.
Le obedezco.
Solo después de comer un tremendo servicio de caquelon de vigneron descubro que he devorado un caballo. Me siento como un caníbal. A Kenneth Anger le habría entusiasmado.