Félix de Azúa
Hay quienes no se percatan de que alguien no vacunado, como un borracho al volante, pone en peligro a los demás. Y no por una causa sustancial, sino por simple capricho
Pillé por azar, en un informativo de la tele, a una señora bien amueblada, con aspecto de madre o abuela de clase alta, seguramente alemana o flamenca, a la que preguntaban sobre las vacunas. ¿Cree usted, decía el locutor, que vacunarse debería ser obligatorio? La señora lo tomaba con cierta vacilación, pero al final afirmaba que lo de la vacuna era algo personal y no veía bien que se obligara a la gente a vacunarse. Me pareció asombroso.
Conozco a un par de personas inteligentes que opinan como la señora alemana. Me parece a mí que hay un curioso entendimiento de la libertad que se aproxima a la anarquía, pero sin el menor designio político o incluso ideológico. Es una visión de la libertad hija del antiguo “porque me da la real gana” aplicado a algunas cosas, pero no a otras. Si el locutor le hubiera preguntado a la mujer si debía obligarse a los borrachos a no conducir autobuses escolares, seguramente la señora habría dicho que sí, que debe obligarse a los borrachos a que no conduzcan autobuses escolares. No me la imagino respondiendo que conducir borracho es algo personal y que debemos respetar la libertad de esa persona.
Lo cierto es que tiene razón en ambos casos. Obligar a algo es siempre restringir la libertad personal. No obstante, es aconsejable hacerlo cuando esa persona amenaza, no ya la libertad, sino la vida de los demás. La señora alemana no se había percatado de que alguien no vacunado, como un borracho al volante, pone en peligro a los demás. Y no por una causa sustancial, sino por el capricho de beber hasta perder el sentido o por una pulsión estética, como Miguel Bosé.
Yo no sé si las vacunas son eficaces, pero no me importa saberlo. Lo que sí sé es que el 60% de los que ahora están entrando en las UCI no están vacunados, según información de los centros sanitarios. Con eso me basta.