
Félix de Azúa
Doscientas cincuenta fotografías de Cindy Sherman en el Jeu de Paume de París, dan para un buen rato. Cada una de ellas es una historia, pero el conjunto también lo es.
Las fotografías, especialmente las de los años setenta, pequeñas y en blanco y negro, nos invitan a fantasear la vida de cientos de mujeres irrepetibles, como esa atractiva ama de casa que recoge su cabello con un pañuelo y mira de reojo mientras cierra la puerta del chalecito suburbial.
Está asustada, pero también excitada. ¿Ha visto algo inquietante? ¿Un extraño? ¿O acaso no está saliendo de su casa? ¿Quizás estaba abriendo la puerta cuando alguien apareció a su espalda? ¿Alguien excesivamente conocido? ¿No sabe si dejarle entrar o gritar pidiendo auxilio? ¿Es su exmarido? ¿Será el inspector de Hacienda?
Esta primera época es excelente porque Sherman conoce muy bien los arquetipos populares del cine negro, de los seriales televisivos, de la cultura barata, de las revistas femeninas de los años cincuenta y sesenta. Esas figuras están fijadas para siempre en las portadas de miles de noveluchas. Son su pasión, las ama, quiere ser como ellas. Pero entonces sucedió algo terrible: tuvo un éxito loco. Se convirtió en una estrella. Ganó muchísimo dinero.
El resto es la historia de una decadencia. Las fotografías de los años ochenta son más grandes y en color. Las de los noventa aún mayores (ocupan toda una pared), utilizan soportes muy caros de un vívido cromatismo hiperrealista. Las más recientes hacen llorar: son mediocres, carecen de imaginación (las que imitan cuadros de maestros antiguos), buscan un efecto inmediato y banal (las pseudoporno), se dan facilidades intolerables (esa serie dedicada al gore), resultan pretenciosas (las llamadas “surrealistas”).
Y al final, en 2003/04, el batacazo descomunal. La serie de los payasos. Una payasada en la que los críticos desesperados tratan de ver alguna trascendencia. La burla de sí misma, el descrédito del arte, etcétera. La nausea.
He aquí una joven inteligente y creativa que inventa un género fotográfico, pero que, incapaz de sostener la tensión artística, deriva hasta convertirse en una fábrica de objetos cada vez más caros, espectaculares y ordinarios.
Tengo para mí que el concepto mismo de decadencia se define con el helenismo. Los llamados primitivos griegos inventaron recipientes de alfarería cuyas formas admirables, el kilix, el skyphos, la cratera, perduraron durante siglos. Llamamos decadencia a esos mismos objetos, pero producidos por artesanos sin imaginación en tamaño gigante y con materiales lujosos como el ónice, la plata y el oro.
La mejor historia femenina de Cindy Sherman es la suya. Y lo más curioso es que esa historia carece de imagen.