Félix de Azúa
La notable colección del Reino de Redonda acaba de publicar uno de los clásicos más estimulantes de la moderna historiografía, La caída de Constantinopla, de Steven Runciman. El director de la colección es alguien que sabe de literatura. Más específicamente, alguien que conoce las novelas como el mejor cardiólogo pueda conocer el corazón humano y sus válvulas. En un epílogo que le ha añadido al libro, dice Javier Marías que aún siendo un indudable libro de historia, se lee como la mejor de las novelas. Es totalmente cierto. Es una de las mejores novelas que he leído en mi vida.
Como bien expone Marías, el arte de Runciman, el cual adivina el peligro de novelizar sobre un asunto tan dramático como el derrumbe del imperio oriental, el fin de Bizancio, la desaparición del mundo clásico, le aconseja neutralizar al máximo todos los recursos figurativos y poéticos, de modo que es justamente esa neutralidad, esa desnudez, la prosa sobria y eficaz, lo que otorga una evidente calidad literaria al relato. Y concluye Marías con esta frase:
“Lo literario, la cualidad literaria, a fin de cuentas no reside en el tema ni en el punto de vista ni en la intención de conseguirla ni en la proclamación de su consecución. Una vez más se nos aparece el misterio de la invisibilidad de los confines: podríamos preguntarnos, tal vez, si en realidad los hay”.
Está muy bien dicho. Marías, que por cierto puntúa como yo, con más intención musical que gramatical, se pregunta si deben respetarse unos confines a fin de cuentas invisibles. Si en el panteón literario inglés figura Gibbon, ¿Por qué no Runciman? ¿O acaso es preciso esperar a que la “historia” sea declarada obsoleta para incluirla en la región literaria, como las historias de Herodoto? ¿Debemos esperar a que los libros de Burkhardt o de Michelet sean totalmente superados por historiadores posteriores para incluirlos entre las mejores narraciones del romanticismo?
Cuando yo daba clases de literatura a alumnos ingleses insistía mucho en que, al llegar al siglo XVIII, leyeran sin falta el informe en el expediente de la Ley Agraria, de Jovellanos. A los sensatos estudiantes británicos les parecía una extravagancia que incluyera un texto considerado técnico en un programa literario. Sin embargo, puedo decir sin esnobismo alguno que lo tengo por uno de los mejores textos literarios del XVIII español, junto con la admirable descripción del castillo de Bellver. Confines invisibles.
Observen ustedes con qué arte concluye Runciman su capítulo V.
“A fines de marzo, cuando el ejército turco marchaba por Tracia, Constantino mandó buscar a su secretario Frantzés y le pidió que hiciera un censo de todos los hombres de la ciudad –incluidos los monjes- capaces de portar armas. Cuando Frantzés finalizó su tarea, vio que había únicamente cuatro mil novecientos ochenta y tres griegos útiles y algo menos de dos mil extranjeros. Constantino se quedó aterrado ante la cifra y rogó a Frantzés que no la divulgara. Pero los testigos italianos llegaron a idéntica conclusión. Contra el ejército del sultán de unos ochenta mil hombres y sus hordas de tropas irregulares, la gran ciudad, con sus veintitrés kilómetros de murallas, habría de ser defendida por menos de siete mil hombres”
Y a continuación titula su capítulo VI: “Comienza el asedio”. Es algo estupendo.
Por cierto que algunos lectores del blog habrán observado que el censo se hizo exclusivamente entre hombres, incluidos los monjes, siendo así que las mujeres tenían prohibido participar en la guerra. Por fortuna, un atavismo semejante ha sido ya corregido gracias a la lucha de las feministas contra el poder masculino y en la actualidad muchas mujeres independientes y libres participan en las guerras como soldados profesionales. Y cada vez son más numerosas y aguerridas.