Félix de Azúa
Sobre la dificultad de interpretar algunas figuras retóricas y en especial la ironía, ilustra el siguiente ejemplo tomado de la correspondencia de Shostakovich.
En 1957, durante una visita a Odessa, donde acudió para dirigir alguna de sus obras con motivo del aniversario de la creación de la República Soviética de Ucrania, el compositor escribe una carta a Isaak Glikman cuyo contenido (resumido escuetamente) es el siguiente:
“Salgo del Hotel”.
A continuación, Shostakovich copia la lista completa de los altos cargos del Politburó cuyos rostros adornan las calles preparadas para la festividad. Escribe luego:
“Entro en el Hotel”.
Y le sigue de nuevo la misma lista completa de los altos cargos del Politburó.
El comentario de Zinovy Zinik, de quien tomo la anécdota, es sorprendente: Shostakovich podría haber sido el Warhol de Rusia. Sus manifestaciones políticas podrían interpretarse como una burla, como un rechazo, como testimonio de una admiración, como extática contemplación, como neutralidad fría, como adhesión indestructible, como mera descripción desinteresada, y así sucesivamente.
Casi con toda seguridad, el músico se mofaba del aspecto grotesco de la propaganda soviética, pero es cierto que no puede afirmarse rotundamente, del mismo modo que no podemos afirmar que en sus series sobre accidentes automovilísticos no se sintiera Warhol atraído por los cadáveres atrapados entre los hierros. ¿Rechazo horrorizado del infierno sobre ruedas, o sexualidad fetichista?
Todos los que tenemos la temeridad de hacer públicos nuestros escritos, hemos sentido el desasosiego que produce ser interpretados al pie de la letra cuando estábamos ironizando. Y viceversa. Es como aparecer en la fiesta de cumpleaños inadvertidamente en calzoncillos. Uno se ve a sí mismo vestido con el exigible decoro, pero advierte en los rostros del personal que algo no funciona como es debido. Desasosiego.
No hay remedio, evidentemente: la gracia de las figuras altivas, como la ironía, el sarcasmo, lo que los ingleses llaman innuendo (¿insinuación malévola?), y otras figuras similares que precisan un contrato no realista con el lector, es justamente su ambigüedad. Si fuera tan fácil separar las churras de las merinas, la ironía carecería de sentido.
Cuando uno es malinterpretado, o cuando, por ejemplo, recibe una reprimenda moral por haber narrado un banquete fastuoso haciendo caso omiso de los lectores que pasan hambre, en lugar de reaccionar con ira es conveniente percatarse de que el mecanismo de la distancia ha funcionado. Y que algunos lectores, aquellos con menos sentido de la ironía, atrapados por su incapacidad se ven en la obligación de identificar a un culpable. Para ellos, no entender es sinónimo de error ajeno.
Ciertamente, siempre es mejor tomar al otro por idiota que verse obligado a asumir que uno es tonto.
La ironía es modesta, pero se disfraza de altivez. De ese modo destapa la soberbia de los que van disfrazados de modestos.