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La cámara de los loros: la crisis

Por 25 de agosto de 2008 diciembre 23rd, 2020 Sin comentarios

Félix de Azúa

Cuando llegaron al pueblo todo el mundo lo vio con simpatía, menos las palomas. Los recién llegados ponían una nota de color con aquella cabeza suya de color rojo sangre que en ocasiones alzaba una cresta agresiva y el cuerpo verde esmeralda tan brillante. Fueron divisados por vez primera en un muro de la vieja iglesia, una ermita del siglo XIII que es lo más notable del lugar. Allí, en los huecos de la devastada piedra, hicieron su guarida o algo semejante, el caso es que estaban siempre colgados al exterior, chillando y armando bulla, pero era una estampa alegre y daba excusa para pegar la hebra cuando lo del clima ya aburría.

No todos estaban conformes con la instalación de las cotorras, las cacatúas, los loros, o lo que fuera aquella animalia tropical, en el pueblo. Algunos vernáculos se quejaban de que tras la invasión de veraneantes capitalinos ahora irrumpían también las cotorras, esas aves que hace una decena de años tomaron por asalto las palmeras de la Plaza Real y hoy se las oye por todo Barcelona. Allí donde se instalan expulsan a las palomas y dominan el territorio con su griterío y sus vuelos vertiginosos. Los nidos de palmera son grandes bolsas finamente trenzadas que cuelgan sobre el vacío y hacen muy bonito. En el pueblo, sin embargo, los nativos maldecían la reproducción de las bestias y establecían contactos discretos con el palomar, el cual andaba revuelto. Las palomas del país ocupan los campanarios, nunca los muros, pero ahora se las veía muy irritadas por la presencia de las vistosas cotorras, como si les fastidiara su misma existencia, o temieran la llegada de tantos hijos y parientes que acabaran por quedarse con toda la iglesia. Sin embargo, ni las palomas ni los nativos se atrevían a mover un dedo, disciplinados por la corrección política.

Hasta que el otro día las cotorras tomaron posesión de un muro en la masía del turismo rural y al apuntar el sol despertaron a la cada vez más escasa clientela con sus gritos y sus bailes. Desde entonces nadie las ha vuelto a ver. Las palomas zurean ufanas.

Artículo publicado en: El Periódico, 23 de agosto de 2008.

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Félix de Azúa

Félix de Azúa nació en Barcelona en 1944. Doctor en Filosofía y catedrático de Estética, es colaborador habitual del diario El País. Ha publicado los libros de poemas Cepo para nutria, El velo en el rostro de Agamenón, Edgar en Stephane, Lengua de cal y Farra. Su poesía está reunida, hasta 2007, en Última sangre. Ha publicado las novelas Las lecciones de Jena, Las lecciones suspendidas, Ultima lección, Mansura, Historia de un idiota contada por él mismo, Diario de un hombre humillado (Premio Herralde), Cambio de bandera, Demasiadas preguntas y Momentos decisivos. Su obra ensayística es amplia: La paradoja del primitivo, El aprendizaje de la decepción, Venecia, Baudelaire y el artista de la vida moderna, Diccionario de las artes, Salidas de tono, Lecturas compulsivas, La invención de Caín, Cortocircuitos: imágenes mudas, Esplendor y nada y La pasión domesticada. Los libros recientes son Ovejas negras, Abierto a todas horasAutobiografía sin vida (Mondadori, 2010) y Autobiografía de papel (Mondadori, 2013)Una edición ampliada y corregida de La invención de Caín ha sido publicada por la editorial Debate en 2015; Génesis (Literatura Random House, 2015). Nuevas lecturas compulsivas (Círculo de Tiza, 2017), Volver la mirada, Ensayos sobre arte (Debate, 2019) y El arte del futuro. Ensayos sobre música (Debate, 2022) son sus últimos libros.  Escritor experto en todos los géneros, su obra se caracteriza por un notable sentido del humor y una profunda capacidad de análisis. En junio de 2015, fue elegido miembro de la Real Academia Española para ocupar el sillón "H".

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