Félix de Azúa
No creo que haya fenómeno más relevante, en el inicio del siglo XXI, que la emigración. Los movimientos de grandes masas de población que atraviesan mares, océanos o continentes en busca de un nuevo lugar para vivir, son acontecimientos telúricos, celestes, catastróficos, como la deriva de los continentes. Suceden por ciclos, sin avisar, de modo inesperado. Nadie, absolutamente nadie, los había previsto hace diez años, lo que da idea de cuán poco sabemos, sobre todo quienes deberían saber algo.
Una vez alza el vuelo la gran nube de aves migratorias, los políticos se lanzan en busca de razones que calmen la alarma de los invadidos: el hambre en África, la riqueza de Europa, la televisión como escaparate de un mundo paradisíaco, las guerras étnicas. No acabo de creer ninguna de estas racionalizaciones. Hambre en África la hubo siempre, riqueza en Europa también, y las imágenes de TV son tan oníricas como grotescas, nadie en su sano juicio querría vivir en el mundo que describen. En cuanto a las guerras, desplazan poblaciones hacia las fronteras, pero no al otro extremo del mundo. Es como cuando se dice que los conquistadores españoles hicieron las américas, o los americanos el Klondike, o los holandeses Sudáfrica, por el oro. El oro es una excusa, como las reliquias de Tierra Santa, la seda de Oriente o las especias de la India. La causa es el mismo deseo de emigrar. Y ese deseo, como todos los deseos, no se puede racionalizar por mucho que se empeñen los discípulos de Leibniz y del principio de razón suficiente.
El fenómeno se convierte en un verdadero problema cuando aparece la pregunta “¿qué hacemos con ellos?”, como si “ellos” fueran de nuestra propiedad, con esa conciencia patrimonial de los catalanes y los vascos que creen poseer a los inmigrantes como quien posee una nevera. El otro día el nacionalista Durán Lleida, una calva tan absoluta por fuera como por dentro, decía que no aceptaría a ningún inmigrante que no aprendiera catalán. Como si no tuvieran nada mejor que hacer que complacer al señorito.
La discusión es tan sencilla como desesperante. Unos dicen que lo bueno, lo progre, lo justo es integrar a los inmigrantes para que sean como nosotros. Los contrarios dicen que hay que respetar sus tradiciones y costumbres y que eso es lo justo, lo progre y lo bueno, que sean diferentes. A mi modo de ver, en este asunto no hay nada ni progre, ni justo, ni bueno que aplicar. Como no hay nada bueno, justo o progre que aplicar a las montañas de hielo que se funden en los casquetes polares.
Uno de nuestros colegas, el lúcido Juan Díez del Corral, ha estado viviendo este verano en un barrio de inmigrantes turcos de Berlín, el Kreuzberg. Su testimonio es interesante porque, a diferencia de los miles de estudios que se publican, todos contradictorios, lo único que nos permite orientarnos en este embrollo es la experiencia propia o la de aquellos que viajan para aprender y luego contarlo a los amigos con absoluta honradez. De su carta, selecciono éste párrafo:
“Lo segundo que allí se ha demostrado es que la integración multirracial y multicultural es un mito en el que ya sólo creen algunos progres tontos y casi todos los periodistas ineptos. Cuarenta años de convivencia entre los inmigrantes del país del tercer mundo que se reclama más europeo y la clase de gente más tolerante surgida de las revoluciones sociales de los sesenta, y a lo más que se ha llegado es a una tranquila coexistencia en paralelo. Los turcos hacen su vida, tienen sus bares, controlan permanentemente las calles desde las puertas de sus negocios (como en su país de origen) pero no se mezclan con los alternativos alemanes (o con el buen número de gentes venidas de toda Europa que pueblan el barrio), y muchos de ellos ni siquiera aprenden a hablar alemán. Por su parte, la mayoría "verde" en que se ha transformado aquella fauna hippie, va en bici de un lado para otro, trabajan sin prisas, tienen más hijos de lo que uno se pudiera imaginar, beben y fuman (sin nuestro pudor) en los tranquilos y baratos bares del barrio, puestos sin lujo alguno pero con muy buen gusto, y hablan y hablan entre sí pausadamente y en voz baja en lo que parecen siempre conversaciones muy interesantes”.
Esa es también mi experiencia en los barrios de inmigración londinense y parisina. Es posible que la integración fuera deseable, el caso es que los inmigrantes no quieren integrarse, en especial los islámicos. Ese ha sido el fracaso de los programas de integración franceses, frente a la coexistencia de la segregación británica. De modo que la disputa baja un escalón. El dilema real no es el de si integrar o no integrar, sino más bien si todo el mundo ha de cumplir la ley o no, especialmente en lo relativo a la familia, la sumisión religiosa, la educación de los hijos y la libertad de las mujeres casadas o solteras. Asuntos por los cuales los europeos han luchado durante veinte siglos.
Ahora bien. Puede que estas inmensas migraciones humanas sean sencillamente un síntoma del agotamiento de la civilización europea, como sucedió en Roma con las migraciones germánicas. Y que nos dirijamos a una Europa en la que los principios ilustrados, liberales y democráticos hayan perdido soporte entre la gente y ya a nadie le importen. En ese caso, seremos nosotros quienes adoptemos las costumbres de los recién llegados: nos integraremos.
Por eso digo que es un fenómeno imposible de racionalizar. Nadie sabe cuál será el resultado del cambio radical de población. Todo lo que sabemos es que se trata de una catástrofe natural, como un terremoto o una erupción volcánica, cuyos efectos heredarán las generaciones venideras. A ellos a lo mejor les parecerá perfectamente sensato usar turbante, reunirse en grupos de hombres para rezar, o ayunar durante el Ramadán. Sin la menor duda, los futbolistas tendrán cinco esposas legales.