Félix de Azúa
Lo de rendir homenaje a los artistas es cosa reciente. Antaño sólo se celebraba la vida (mejor la muerte) de reyes, nobles, guerreros y santos. No verán ustedes estatuas de pintores o músicos antes del siglo XIX. Creo que el primer lugar que celebró haber tenido de ciudadano a un artista fue Núremberg. En 1828 la población se vistió de Durero. No había una sola obra del artista en la ciudad, pero la gente se disfrazó con ropa que pretendía ser del siglo XV. Muy divertido. En 1875 hizo lo mismo Florencia con Miguel Ángel, aunque en esta ocasión mostraron algunos dibujos y siempre tenían al tedioso David de la plaza. En fin, que un artista sea asunto popular es hábito muy nuestro y seguramente causado no sólo por el delirio burgués de la nacionalidad, sino sobre todo por la atracción turística. A Núremberg acudió un montón de forasteros a comer salchichas y pasearse en braguero y medias.
Más difícil es encontrar homenajes públicos a escritores. Son menos simpáticos. Seguro que el primero fue Dante y más tarde quizás Goethe. En España lo del Quijote tardó en llegar hasta el 98, pero ¿ha llegado? Es verdad que hay bastantes rotondas con un patético Quijote de hierro oxidado en medio de plantas muertas, pero mi director, Darío Villanueva, se lamentaba el otro día de la desidia de nuestro abúlico Gobierno ante el actual centenario. Comparado con lo que los ingleses han montado para su Shakespeare, da risa. Bien es verdad que nuestros Gobiernos financian el analfabetismo como cosa personal y poco se puede esperar de ellos, pero ¿nada? ¿Absolutamente nada? Pues no. Dan una cargante impresión de impotencia: ya no pueden ni pasar las hojas del Marca.