Félix de Azúa
Ayer jueves dos de noviembre, el cielo sobre Grazalema era borrascoso y cambiante, más propio de marzo que de este otoño que cuando comience ya lo habrá atrapado el invierno. Al capricho de un viento aún primaveral, los bultos opalescentes del nubarrón se entreabrían para que los haces de sol iluminaran un puñado de encinas o resbalaran sobre peñascos cubiertos de liquen verdinegro.
Antes, en el camino que viene de Ronda, las figuras fantasmales de unos toros zainos, a cuyos pies ramoneaban ocho o diez cerdos belloteros, se insinuaban entre troncos de un alcornoquero que cubre cientos de hectáreas. Algunos, recién pelados, rojo sangre, daban la impresión de desnudez exagerada del sátiro Marsias colgando cabeza abajo para el despelleje vengativo de una deidad melómana.
En Grazalema caían gotas, pero no desanimaban a los lugareños reunidos en la plaza para la consideración y befa común de los turistas. Ese inglés seco como un alambre, con pantalón corto y gorro de orejeras. La gordísima americana que ha de lanzar los senos por delante para luego adelantar la pierna en un delicado equilibrio de masas. O esos dos bárbaros, ignorantes, incultos capitalinos, que van haciendo preguntas y tomando notas como guardias de tráfico.
“Usted perdone, caballero, ese queso de oveja, ¿es emborrado?”
“¡No va a serlo!”
“¿Y con qué lo emborran?”
Mirada susceptibilísima del natural de la región.
“¿Con qué va a ser? ¡Con cascarilla!”
Naturalmente. ¿Con qué, si no? Un regional no puede concebir que el mundo entero ignore que allí el queso lo emborran con cascarilla. Me siento muy estúpido.
En la cafetería Rumores hay un estruendo ensordecedor. Los colegiales la han elegido para el almuerzo de media mañana y allí arman gresca, ellos con una tortilla de pelo sobre el cráneo rapado, ellas mostrando los temblorosos solomillos. En la barra de azulejo trianero, un par de adultos comentan con esa voz atiplada tan característica de la parte de Ubrique la condición inhabitual del clima. “Ya están todos los membrillos por el suelo”. Una desolación.
Me pido un mollete caliente. “¿Con qué se lo pongo?”. “¿Qué tienen?”. El tabernero recita pacientemente algo por demás obvio y archisabido. “Pues tenemos zurrapa de lomo, de hígado, de sobrasada, o a la pimienta”.
Es agradable sentirse en casa, pero saberse forastero. Participar de una riqueza que es de todos y para todos. ¿Será esto lo que llaman “españolismo”? ¿No permitir que nadie te excluya de la fiesta? ¿Resistir el puritanismo de los endogámicos? ¿Su estreñimiento intelectual? Es odioso vivir entregado a lo doméstico. Hedor de zapatilla sudada, batín con remiendos en las coderas, tufo de sacristía y humo frío. Vírgenes en hornacinas donde se guarda la trenza de la niña muerta de escarlatina. ¡Artur Mas genuflexo ante la tumba de Wifredo el Velloso!
El miércoles ganaron las elecciones catalanas los amos de la finca. No podía ser de otro modo en un lugar perfectamente humillado por el dinero, pero se les colaron unos tipos descarados sin carnet y sin pedir permiso. Tipos cuyo valor supremo es la vitalidad de lo diverso, de lo múltiple, de lo heterogéneo. Tipos que quieren abrir ventanas en el asfixiante hospital regional. Que corra el aire, que limpie la atmósfera de miasmas, que las momias se pulvericen a la luz del sol.
La casa común no es ese patio de colegio que nos quieren imponer los sirvientes del pasado. La casa común tiene una diagonal de mil kilómetros. Y aún puede crecer.