Félix de Azúa
Mary McCarthy, que era una pájara de cuidado, decía no haber tenido nunca experiencia más erótica que un viaje en tren. Se refería, claro está, a los trenes americanos, los cuales llevan asientos a derecha e izquierda y un pasillo central como en los modernos Talgos y Aves. Por ese pasillo avanzaban las mujeres, solas y desafiantes, como en un desfile de modas. Los caballeros bajaban el diario un instante para verlas pasar como veleros con todo el trapo desplegado.
En Inglaterra sin embargo, los trenes eran de compartimento cerrado y pasillo lateral, como en la vieja RENFE, cuando viajaban seis frente a seis y el revisor abría la puerta corredera al grito de: “¡Billetes! ¡Billetes!”. Normalmente, a las cinco de la mañana.
La diferencia hizo que los bandidos norteamericanos corrieran por el pasillo central disparando como locos, y en cambio los criminales británicos estrangularan a sus víctimas en el compartimiento sin que nadie se enterara. Sólo, por mala suerte, un viajante que pasaba en el tren paralelo y que sorprendía horrorizado el crimen. John Ford contra el primer Hitchcock.
La razón de esta diferencia es que los trenes americanos imitan a las lujosas embarcaciones fluviales movidas a palas, las del Mississippi y las del Hudson, con pasajeros a babor y estribor, en tanto que los trenes británicos imitaban a las diligencias. Todavía en los pequeños trenes comarcales de la Isla, la puerta de entrada da directamente al compartimento, como si fuera, en efecto, una diligencia.
Los que amamos el tren por encima de todas las cosas (aunque no sólo por su erotismo), nunca le perdonaremos al gobierno español no haber llenado el país de trenes de alta velocidad, como los franceses, y habernos obligado a depender de esa compañía infame, grosera, ordinaria e infestada de inútiles que es Iberia.