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Deconstruyendo a Theotocópuli

Por 16 de junio de 2014 diciembre 23rd, 2020 Sin comentarios

Félix de Azúa

Aquellos que al sol del cuarto centenario estén revisando su juicio sobre El Greco, deben comenzar por la esencial exposición de su biblioteca en una salita del Museo del Prado de discreto tamaño y densa documentación. La propuesta, dirigida por Javier Docampo y José Riello, es impecable: debemos olvidar los viejos tópicos sobre el pintor. Este es el prólogo ineludible.

En línea con los seminales trabajos de Fernando Marías, quien lleva treinta años limpiando la vieja estampa del artista, los comisarios muestran de modo irrefutable que ni el catolicismo, ni la mística, ni el genio metafísico de Castilla son elementos relevantes en la pintura de quien no tuvo otra pretensión que la de ser el más grande pintor de Europa. Y seguramente tenía razón. Aunque un pintor extravagante.

El tópico trascendente se forjó poco a poco, pero tuvo su más fuerte oleaje popular con los escritos de Maurice Barrès cuya influencia en la España de comienzos del siglo XX fue enorme. La visión de Barrès determinó la de talentos como Ortega, Unamuno, Marañón o D’Ors. A lo largo del siglo XX el Greco no fue sino un "intérprete del alma castellana" (Cossío), cuando no un meteoro de Asia: "Lo oriental, lo occidental, todo se anega en el españolismo de la obra del Greco" (Gómez de la Serna). Nada de eso es congruente con el análisis actual de su pintura, ni con la simple visión de su biblioteca.

Primera sorpresa, apenas hay libros de religión y son de los que ofrecen estampas a la imaginación, no doctrina. Segunda, muchos textos en griego y pocos en español. Tercera, entre los abundantes clásicos ni un Platón, pero sí tres Aristóteles. Los ensayos reunidos en el catálogo dan cuenta de los inventarios que permitieron conocer la biblioteca y se detienen en el volumen de las Vidas de Vasari donde el Greco anotó una importante cantidad de páginas. Ahora podemos leer dieciocho mil palabras que forman casi un libro en donde expone su pensamiento. En ese extenso texto no hay una sola palabra que aluda a la religión. Si a ello se añade que no perteneció a cofradía alguna y no encargó misas a su muerte (Riello, 54), aunque sí lo hizo luego su hijo por razones del cargo, puede entenderse que pintaba temario religioso porque no le encargaban otro, no por obsesión.

En el primer inventario, el de 1614, figuran ciento treinta libros. Es una biblioteca considerable para un pintor. La de Velázquez ("erudito pintor", le llamaba Palomino) tenía ciento cincuenta y cuatro. La de Rubens, el más rico e instruido de los pintores de su época, contaba quinientos. Esa pasión estudiosa responde al proceso (que conoció en Venecia, hacia 1567) de ascenso intelectual de los pintores, los cuales, de pertenecer a los gremios artesanos (mecánicos) se alzarían a ser "artistas" (liberales) en un doloroso calvario de doscientos años. No en vano Pacheco dijo de él que era "gran filósofo de agudos dichos", sentencia que hay que tomar con prudencia porque Theotocópuli, en los treinta y pico años que vivió en España, sólo logró farfullar un español plagado de italianismos.

¿Qué queda cuando al Greco le amputamos la mística, la espiritualidad flamígera y el delirio pío? Queda la pintura. Una de las más singulares de la historia. Algo así como si al Tintoretto de San Rocco le hubieran injertado el cielo estrellado de Van Gogh. Pintura saturada de color, pero no la limpia coloratura florentina y ni siquiera la más oscurecida de Roma, sino otra inventada por el griego, un cromatismo único, inconfundible, espectral: la dramática luminosidad del nocturno toledano, verdadero hápax del paisajismo. Es esa originalidad portentosa, "la falta de simetría, la distorsión de las proporciones, las incongruentes libertades iconográficas, la negación del espacio, el trabajo directo sobre el lienzo con manchas de color" (Hadjinicolau), lo que ha emocionado tan poderosamente a los artistas modernos. La exposición del Museo del Prado que pone en relación el Greco y los modernos es admirable.

Tras un periodo de olvido, la pintura de Theotocópuli regresó de la mano del romanticismo tardío, pero después de seducir a los ochocentistas siguió su camino a lo largo del siglo XX y entró de lleno en la invención de las vanguardias. Su obra es una de las presencias antiguas más extensas: cubismo, expresionismo, surrealismo, abstracción, su espíritu reaparece en casi todos los movimientos. Con el preámbulo del estupendo Cristo muerto de Manet, la exposición se inicia con la primera y más potente colaboración, la de Cézanne, cuya copia de la Dama del armiño (no importa su autoría) abre el proceso de absorción vanguardista en 1882.

Posterior, pero no menor, es el peso de Picasso, en verdad obsesionado con el cretense. Hay aquí diecinueve picassos, alguno de los cuales, como el audaz Entierro de Casagemas, parodia del de Orgaz, es casi desconocido. Menos sorprendente es su influencia en el ámbito germánico donde se le conoció gracias a dos piezas extraordinarias, El Expolio, en Munich, y el  Laocoonte de los Montpensier que permaneció durante años en Berlín y en Munich. Ni falta hace decir que la convulsa paleta de Kokoschka está embebida del Greco, pero hay en esta exposición piezas inesperadas de Beckmann, de Schiele, de Macke, de Soutine.

Es imposible resumir todo lo que el comisario, Javier Barón, ha logrado reunir en esta muestra. Lo más insólito, las copias de Pollock y el evidente impacto en sus óleos de los años treinta. Menos sorprendente, pero singular, la presencia de Giacometti, Chagall o Bacon. Hay también una aportación de la última gran pintura española, la de Saura, que enlaza con la recepción de los primeros: Zuloaga, Rusiñol, Fortuny. De Zuloaga conmueve el inmenso retrato de los defensores del Greco, todo el 98 encabezado por Ortega, con un fondo magnífico: la Visión de San Juan comprado en 1905 por Zuloaga y que desdichadamente se vendió al Metropolitan. Fue esa brillante generación la que forjó la vieja estampa del Greco místico y "español". Toca ahora limpiarla mediante una restauración profunda. Y eso hacen las ciento siete piezas de esta exposición memorable.

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Félix de Azúa

Félix de Azúa nació en Barcelona en 1944. Doctor en Filosofía y catedrático de Estética, es colaborador habitual del diario El País. Ha publicado los libros de poemas Cepo para nutria, El velo en el rostro de Agamenón, Edgar en Stephane, Lengua de cal y Farra. Su poesía está reunida, hasta 2007, en Última sangre. Ha publicado las novelas Las lecciones de Jena, Las lecciones suspendidas, Ultima lección, Mansura, Historia de un idiota contada por él mismo, Diario de un hombre humillado (Premio Herralde), Cambio de bandera, Demasiadas preguntas y Momentos decisivos. Su obra ensayística es amplia: La paradoja del primitivo, El aprendizaje de la decepción, Venecia, Baudelaire y el artista de la vida moderna, Diccionario de las artes, Salidas de tono, Lecturas compulsivas, La invención de Caín, Cortocircuitos: imágenes mudas, Esplendor y nada y La pasión domesticada. Los libros recientes son Ovejas negras, Abierto a todas horasAutobiografía sin vida (Mondadori, 2010) y Autobiografía de papel (Mondadori, 2013)Una edición ampliada y corregida de La invención de Caín ha sido publicada por la editorial Debate en 2015; Génesis (Literatura Random House, 2015). Nuevas lecturas compulsivas (Círculo de Tiza, 2017), Volver la mirada, Ensayos sobre arte (Debate, 2019) y El arte del futuro. Ensayos sobre música (Debate, 2022) son sus últimos libros.  Escritor experto en todos los géneros, su obra se caracteriza por un notable sentido del humor y una profunda capacidad de análisis. En junio de 2015, fue elegido miembro de la Real Academia Española para ocupar el sillón "H".

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