Félix de Azúa
Lo suponía. El lunes 22 de mayo de 2006, Peter Handke dobló las piernas, hincó las rodillas, abrió los brazos en cruz, bajó la cabeza y pidió perdón en medio de la plaza de la Opinión Pública. Disimuladamente, claro: en forma de explicaciones y de exculpaciones. El artículo, Pardon de m’expliquer, aparecido en Liberation, es una de sus peores páginas. Espantosamente escrito, doloroso de leer.
No creo yo que el asunto real sea la responsabilidad o inocencia del Handke en la guerra de los Balcanes. Se puso del lado de los serbios, qué le vamos a hacer, y los defendió contra todo el mundo mediático. Exigía que se reconocieran los muertos del lado serbio. Olvidó que los muertos del bando derrotado no existen.
Ahora afirma que hubo matanzas por parte de todos los nacionalistas, los croatas, los serbios, los bosnios, y por parte de todas las religiones, musulmanes, cristianos, ortodoxos, que todos aquellos enloquecidos yugoslavos se lanzaron a la destrucción mutua con verdadera pasión. Le creo. En España es fácil de entender. Handke no es culpable de apoyar al bando perdedor.
Pero Handke es culpable de haber tomado a los medios de información en vano. Creyó poder decidir por sí mismo, libremente, creyó que no era necesario humillarse ante el poder público. Ese fue su pecado. Si quieres llevar la contraria a la opinión institucional, has de tener las agallas de llevarlo hasta el final. Es una lección que nunca olvidará.
De la manera más triste y sosa, sin nervio, sin talento, convertido en un muñeco de serrín que escribe en una lengua de trapo, Handke ha pedido perdón a los medios de información. Y se ha suicidado. La gracia del personaje residía en su altiva indiferencia: vive como un marginado en un barrio de inmigrantes africanos, no concede entrevistas, nunca acude a la radio o a la tele. Su aislamiento le permitía mantener creencias a contracorriente. La dignidad tiene sus exigencias.
Ahora ha pedido perdón.
Se ha convertido en un vulgar secuaz de Milosevic, asustado y contrito.